La noche envolvía a la Ciudad Eterna con un manto negro perfumado de lirios.
En el patio del Palacio Apostólico apenas quedaba ya nadie. Los héroes que habían expulsado a Kangmanchú, incluidas criadas y prostitutas, habían abandonado el lugar. Solo quedaban un par de cardenales, varios soldados y gente de la confianza de César Borgia como Michelotto o Agapito Geraldini.
Lucrecia Borgia también se había retirado a sus aposentos.
El Valentino se dispuso a hacer lo mismo.
Al salir del patio, sin embargo, escuchó una dulce melodía y se acercó a uno de los balcones que colgaban en el piso superior.
Luys Gallardo, rodeado por dos damas, pulsaba las cuerdas de su laúd y entonaba un amoroso madrigal. César Borgia sonrió. Si había alguien en el mundo con el don de hipnotizar a las damas ése era el galante aventurero español. Esperó a que el trovador concluyese la canción. Cuando lo hizo, salió de las sombras y se acercó aplaudiendo. Las dos damas, al verle aparecer, hicieron una reverencia y se marcharon presurosas.
—¡Sois incorregible! A veces me recordáis demasiado a mí. —César Borgia se sentó en una pequeña repisa, muy cerca del trovador.
—Es un honor escuchar eso. —Luys Gallardo se ajustó el laúd a modo de bandolera y, dejando sus pies colgando, se asomó a uno de los balcones.
— ¿Qué tenéis pensado hacer? —preguntó el Valentino.
El galante aventurero permaneció unos segundos en silencio. Dudó. La verdad es que no sabía muy bien lo que quería hacer. Había consagrado su vida a rescatar doncellas y a regalarles poesías y canciones. Algo así dijo. Y añadió:
—Ya sabéis que me muero por Eva.
—Lo sé perfectamente. —El Borgia rio—. He visto estos días, además, que os agradan otras actividades. Nunca vi a nadie lanzar las dagas con tal velocidad…
—Ya os dije en nuestro primer encuentro que solo hay una cosa que me agrada más que cantar a Eva y es airear la espada. Me gusta la aventura, meterme en peleas. Actúo siempre antes de pensar, por eso voy de brete en brete.
—Y por eso os recluté para mi particular cruzada. Me gustaría seguir contando con Luys Gallardo.
—Mi espada y mi laúd están al servicio del Valentino. —El trovador se atusó el bigotito y dejó escapar una sonrisa.
—Más que en ningún otro lugar de Europa, el suelo italiano se distingue por el continuo y siniestro encadenamiento de conspiraciones, venganzas y mortandad. —César Borgia se levantó de la repisa y su rostro reflejó inquietud—. Son demasiados los tenebrosos hilos manejados con oscuros intereses por algunos con el fin de excitar el fuego latente entre italianos, impidiendo así su unión. Hay, además, vastas conspiraciones internacionales empeñadas en mantener a Italia dividida y en guerra.
—Sé que vuestro mayor anhelo es unificar Italia bajo el mando de la familia Borgia. No dudo que lo conseguiréis. —Luys Gallardo se puso en pie y abandonó el balcón.
—Para ello necesito fieles aliados. ¿Qué sabéis de Córcega?
—Hablan de ella como una isla de sangre rodeada por un mar de plata.
—Os han informado bien. Esa isla es un hervidero de puñales, un nido de espías y un cobijo de bandidos.
—¿Allí deseáis que vaya?
—Es una tierra hermosísima, rodeada de preciosos paisajes que invitan a soñar. Lástima que fratricidas luchas conturben la belleza de esa idílica isla.
—¿Y qué tendría que hacer yo allí?
—Luys Gallardo presume de no tener pabellón de nación. El emblema que empuña con orgullo es el de su corazón. Os jactáis, me lo dijisteis en nuestro primer encuentro, de humillar al fuerte que mal emplea su fuerza y alegrar la pesarosa existencia del oprimido.
—Es cierto. Profeso el culto y la exaltación del músculo y la fuerza al servicio del débil contra la ley del fuerte.
—Lo sabía. Por eso os he elegido. Y por algo que ahora mismo seguramente escape a vuestra razón y que el propio Luys Gallardo tiene que ver con sus propios ojos.
—No os entiendo…
—Allí, en Córcega, hay un hombre al que tenéis que conocer…
—Explicaos, por favor.
—¿Habéis oído hablar de los Hermanos Corsos?
—Dicen que son los bandidos que controlan la isla.
—Una manada de lobos crueles que, junto a otras cuadrillas de rufianes, han infectado la hermosa Córcega.
—¿Queréis que me enfrente a ellos? ¿Cómo podría hacerlo yo solo? No creáis que tengo miedo. No es eso. Aunque…, creo que ya sé lo que os proponéis. ¡Queréis que me infiltre en los Hermanos Corsos!
—No, no, no había pensado en esa estratagema. Si bien, conociendo vuestras dotes y vuestro sin par arrojo, podrías acaudillar a todos los bandidos que merodean por Córcega sin ningún problema. Estoy seguro de ello.
—Entonces, ¿qué es lo que queréis?
—No sé si sabéis que los Hermanos Corsos están mandados implacablemente por el feroz y sanguinario Dago Corsi.
—He oído hablar de él, efectivamente. Algunos de los bravi que conspiraban en las tabernas romanas le consideraban un invencible bandido y un modelo a seguir. Boccadoro y yo escuchamos algunas historias acerca de él. Incluso uno de aquellos tipos había luchado a su servicio. Decía que cien genoveses habían huido atemorizados ante la sola presencia física de Corsi.
—Necedades. —César Borgia torció el gesto de una manera que a Luys Gallardo le pareció más traviesa que angustiada—. No debéis dar crédito a tantas leyendas como corren sobre ese infernal sujeto. Hasta un poeta florentino ha dicho de él, en rimada trova, que tiene sonrisa de arcángel y furia de demonio. Y que en sus rasgos se alterna la seráfica dulzura del ángel, el cruel sarcasmo del diablo y la soberbia arrogancia del dios.
—Vaya, parece un rival digno de mí. Creo que empiezo a interesarme.
—Y más os va a interesar cuando os diga que es diabólicamente apuesto y seductor. Joven, encantador, galante. No son pocas las mujeres que caen rendidas por su voz de brujo encanto.
—Cada vez me apetece más viajar a Córcega.
—El renombre otorga a Dago Corsi apariencias colosales y terribles. Lo cierto es que es el rey de las montañas y que todos los bandidos le siguen en Córcega.
—¿Y qué tendría que hacer yo allí? ¿Derrotarle?
—Sí y no. Lo que quiero es que le conozcáis. Estoy seguro de que os vais a llevar una sorpresa.
Luys Gallardo se volvió a atusar su pequeño bigote. Aquel secretismo le incomodaba y le excitaba a la vez. Ya había decidido viajar cuanto antes a Córcega. Y con más motivo cuando escuchó al Valentino:
—Ah, y se me olvidaba lo más importante. En Córcega hay mujeres hermosísimas. Seguramente algunas necesitarán del brazo de un caballero como Luys Gallardo.
Los dos hombres sonrieron.
Lo hicieron antes de darse un fuerte abrazo y despedirse.
César Borgia se encaminó a su habitación en la torre Borgia. Estaba realmente cansado. Las despedidas acostumbran a ser una carga pesada y todo lo que había sucedido aquel día había resultado muy emotivo. Entró en su lujosa estancia y se desprendió de su ropa. Quedó tan solo con unas calzas negras y una blusa blanca. Se acercó al balcón y miró al cielo estrellado. Permaneció unos segundos con la mirada fija en una blanquísima luna. Suspiró profundamente y se dio la vuelta. Cerró la hoja de la ventana y se dirigió al interior. Acababa de llegar al tocador cuando escuchó a su espalda un ruido. Más bien, sintió una presencia. Se giró alarmado y, entonces, le vio entrar por la ventana, envuelto en una especie de niebla. Lo hizo deslizándose por la estrechísima hoja de la ventana. El Borgia se abalanzó a por su espada cuando le pareció atisbar dos ojos rojos de fuego y un rostro extremadamente blanco surgiendo entre la niebla.
—No vais a necesitarla. —El príncipe de Valaquia sonrió y sus afilados y blancos dientes centellearon a la luz de la luna.
—Pensaba que os habíais ido sin despediros. —César Borgia dejó su espada y se acercó a Vlad Tepes. No parecía sorprendido por la teatral aparición. Durante la batalla del castillo de Sant’Angelo había visto cosas que el común de los mortales no creería en la vida.
—Sería imperdonable. Tengo una última cosa que hacer antes de regresar a mi tierra.
César Borgia regresó al tocador. Se sentía un poco inquieto. Imaginó que su turbación tenía mucho que ver con el escaso y algo indecoroso atavío que lucía. Pensó que, dada la obsesión que siempre había tenido por estar bien vestido y acicalado, aquella vestimenta que llevaba no era, desde luego, la mejor para recibir a un auténtico príncipe. Quiso creer que era por eso, aunque había algo indefinible en Vlad Draculea que le perturbaba.
De repente, escuchó un estrepitoso ruido a su espalda.
Un espejo había caído al suelo.
Vlad Tepes lo había tirado.
—Perdonadme. No soy amigo de los espejos —dijo el príncipe de Valaquia—. Los considero un absurdo objeto de la vanidad.
—No os preocupéis. —César Borgia se agachó y recogió los cristales—. No quisiera que os cortarais. Sería un poco absurdo haber derrotado a todo un ejército sin un rasguño y heriros de una forma tan absurda.
Al tirarlos dentro de una especie de jarrón que decoraba la estancia, fue el Valentino el que sintió un pequeño corte. Al instante, una gota de sangre asomó por el dedo índice de su mano derecha. Vlad Tepes se acercó a la mano como hipnotizado. Tenía los ojos cada vez más chispeantes y la boca más y más enrojecida. César Borgia se dio cuenta y retrocedió un paso instintivamente.
—La sangre es un bien preciado en estos tiempos —dijo Vlad Draculea a modo de disculpa.
—Vivimos una época convulsa. —El Valentino recompuso su figura y regresó a su habitual entereza—. Quiero dedicar mi vida a unir a todos los italianos. No sé si tendré tiempo…
—¡El tiempo! —exclamó Vlad Tepes—. Afortunado aquel que lo controle, lo domine, lo pise.
—Más afortunado es aquel que encuentra el verdadero amor sobre la tierra.
El príncipe de Valaquia estalló en una estentórea carcajada.
—Seguro que el gran César Borgia no piensa realmente eso. ¿De qué tenéis miedo?
—Yo no tengo miedo a nada ni a nadie.
—Estoy de acuerdo en la afirmación de que no teméis a nadie. Pero, ¿estáis seguro de que no teméis a nada? Pensadlo bien.
El Valentino cerró los ojos. Parecía muy concentrado. Sonrió antes de retomar la conversación.
—Tenéis razón. Solo hay una cosa a la que le tengo miedo: al reloj de arena.
—Me dais la razón, entonces… El tiempo es como el mal francés. Supura. Infecta.
—El tiempo conspira contra mí —afirmó, rotundo, César Borgia—. Quiero hacer demasiadas cosas y no sé si tendré tiempo.
— Tendréis, si queréis, todo el tiempo del mundo. —Vlad Draculea se acercó a César Borgia.
—El Tíber estará aquí después de que nosotros seamos solo huesos. No hay nada que hacer. La muerte es parte del plan de Dios.
—Entonces el plan de Dios es erróneo.
—No podemos hacer nada —insistió el Borgia con apenas un hilillo de voz y con el rostro de Vlad Tepes casi sobre él.
—Igual sí…
César Borgia había caído como rendido. Como hipnotizado. Víctima de un encantamiento. Sus piernas no parecían responderle. Se sentó en la cómoda. Frente a un gran espejo. Y, entonces, notó que el príncipe estaba detrás. ¡Pero Vlad Draculea no se reflejó en el espejo! Sin embargo, estaba sobre él. Notó su aliento fétido. Se dio la vuelta y vio una sonrisa lúgubre de la que emergían unos protuberantes dientes. Las pupilas le brillaron con una especie de furia malvada y, súbitamente, se abalanzó sobre el Borgia y le agarró del cuello.

El Valentino se dejó hacer.
Notó los dientes de Vlad Draculea clavándose en su cuello.
Y, sintió algo indefinible.
Como si, en efecto, pudiera de repente dominar, pisar y controlar el tiempo.
—La clave de la vida y la muerte está en la sangre. —Vlad Tepes, con rastros de sangre en su boca estaba a punto de confirmarle al Borgia que lo que había sentido se iba a transformar en algo cierto—. La sangre es la clave de la inmortalidad. No lo olvidéis nunca.
César Borgia observó al príncipe de Valaquia con una mezcla de devoción y temor. El Vlad Tepes que siempre parecía mortalmente pálido se había transformado en alguien ebrio de sangre. Con una tez exageradamente sonrosada. Y con unos labios rojísimos a causa de las gotas de sangre fresca que resbalaban en hilillos desde la boca hasta la barbilla.
—No deberíais depositar vuestra fe en estas baratijas. —Vlad Draculea arrancó la cruz que llevaba colgada al cuello César Borgia—. La sangre es más fiable. Es suficiente la sangre fresca para prolongar la vida. Os acabo de condenar a una eterna sed de sangre. Os convertiréis en un ser inmortal de eterna juventud. Ahora sí, el gran César Borgia no tiene ninguna excusa para llevar adelante su cruzada.
Vlad Draculea se acercó a la ventana. Antes de regresar a la noche, miró al Borgia. Estaba medio recostado sobre el sillón. Su mirada parecía ida, pero había un gesto de goce infinito en ella.
—¿Es cierto, entonces, que todos los hombres somos esclavos de nuestros deseos? —acertó a musitar.
—Ya habéis elegido el camino. Ahora hay que abrazar el viaje —dijo el príncipe de Valaquia antes de desaparecer de idéntica forma, teatral y mágica, a como había aparecido momentos antes.