LAS CUATRO VIDAS DE LA LIGA BORGIA

Desde el 4 de noviembre al 26 de diciembre de 2021 apareció en la dirección laligaborgia.wordpress.com el folletín pulp La liga Borgia. 53 capítulos. 53 días.

Fue la primera vida. Y aquí, en este blog, permanecerá la novela.

La segunda vida llega con el archivo en formato pdf para todo aquel que lo quiera bajar de forma gratuita.

https://laligaborgia.files.wordpress.com/2022/01/la-liga-borgia-6-x-9-con-portada.pdf

Para la tercera y cuarta vida utilizo a Amazon. He colgado la novela en formato digital para quien la prefiera así. Mi intención es que hubiera sido completamente gratuita, pero Amazon no me ha dejado. La he puesto al precio mínimo que me exigen (0,89 euros). Y, en fin, la cuarta vida está especialmente pensada para los pocos que quedamos enamorados del papel, así que he decidido incluir la novela en mi proyecto de LibrosBosco. El ejemplar en papel se puede adquirir, al coste mínimo establecido por Amazon (teniendo en cuenta el coste de la impresión bajo demanda más las regalías que se quedan ellos, y dejando claro que no hay ningún beneficio para el autor) en el siguiente enlace.

Agradecimientos

La liga Borgia nació con dos retos bajo el brazo. El primero, el publicarla por entregas, a modo y manera de los viejos folletines. El segundo, el que constituyera un inmenso fresco-homenaje a algunos de mis libros y autores favoritos. Hubo, si cabe, un tercer reto. Puesto que el ámbito en el que deseaba moverme era el de la novela de aventuras y puesto que siempre he estado enamorado del Renacimiento italiano, mi intención era que todos los personajes fueran hijos del siglo XVI. Como deseaba utilizar la técnica de la mitología creativa y mezclar personajes reales históricos con todo un ejército de personajes ficticios robados de otras obras y convenientemente reinterpretados, dediqué mucho tiempo a buscar los personajes ideales para formar parte de la liga Borgia. Hay que decir que la lógica cronológica (valga el retruécano) en el caso de algunos personajes robados queda ligeramente en fuera de juego, pero estando por medio el duque Próspero o el doctor Fausto todo es posible. Hablamos de magia. No hay que olvidar, tampoco, que la novela es el territorio de la fantasía y de la imaginación. Por eso siempre apelo a mi gurú literario de cabecera. Decía Borges que “a la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos”. También justificaba a veces sus artefactos literarios con la excusa de “ocasionar el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es peor) para embelesarnos con la idea primaria de que todas las épocas son iguales o de que son distintas”. Ah, y por supuesto no puedo olvidar una máxima que repito con desconcertante asiduidad: “La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma”. En fin, sirva al menos como disculpa que La liga Borgia no es más que un artefacto caprichoso, una travesura, un juego. Lo único que resulta lícito a estas alturas es pedir perdón a los verdaderos hacedores de este truco de magia, a los padres de las criaturas a las que mi capricho ha querido enredar para salvar el mundo. Agradecimiento eterno a los señores William Shakespeare, Christopher Marlowe, Lope de Vega, Francisco Delicado, Nicolás Maquiavelo, Robert E. Howard, Emilio Salgari, François Rabelais, Bram Stoker, Rafael Sabatini y Pedro Víctor Debrigode. Se podría hablar de muchas otras referencias que afectan a personajes secundarios (y aquí los señores Tolstoi o Cunqueiro tendrían mucho que decir) y también de un puñado de obras ambientadas en el Renacimiento italiano que han servido de inspiración para este viaje que concluye aquí. No quiero olvidarme, en fin, de tres personas fundamentales para que este barco llegara a buen puerto: mi agradecimiento infinito a Victoria Debrigode, a Alma Leonor y a Maribel Carnicero.

El 4 de noviembre de 2021 se publicó el primer capítulo de La liga Borgia en laligaborgia.wordpress.com. Cincuenta y tres días después, el 26 de diciembre de 2021, terminaba este apasionante viaje. Ahora habrá que buscar nuevos destinos. En ello estamos.

LIII. En el que Kangmanchú se propone salvar al mundo

Llegó a Braunau de noche. La ciudad le recibió con una lluvia torrencial. Durante todo el trayecto, desde Salzburgo, había estado lloviendo. Kangmanchú preguntó por una buena posada. Le recomendaron Der Braune Vogel, en la Stadplatz.  Nada más llegar le prepararon una modesta habitación con vistas a la impresionante Torre del Reloj. Kangmanchú no se entretuvo mucho. Estaba muy fatigado. Durmió unas horas y, ya por la mañana, sonsacó toda la información que necesitaba al posadero y a su mujer. Alois Schicklgruber era bien conocido en la ciudad. Kangmanchú sabía que había entrado a trabajar como funcionario del Servicio Imperial de Aduanas a los dieciocho años y que, desde entonces, obsesionado por prosperar, había servido en distintos lugares de Austria. Ascendió al rango de suboficial y, más tarde, al de inspector de aduanas. Hacía un año que había llegado a Braunau sabiendo que no podría ascender más en su carrera funcionarial ya que no tenía los grados escolares y académicos exigidos para hacerlo. No le hizo falta más tiempo para hacerse notar en Braunau. El matrimonio Bruchmann, dueños de Der Braune Vogel, parecían conocer muy bien a Alois Schicklgruber. Los dos tenían la lengua muy larga. Seguramente debido a que no podían dejar de mirar los ojos verdes fosforescentes de Kangmanchú. Rendidos ante su poder, Vera y Helmut Bruchmann se quitaban la palabra uno al otro para hablar del hombre al que Kangmanchú había ido a buscar atravesando para ello, en sentido inverso, casi un siglo.

            —Tiene una personalidad muy peculiar. Es muy impaciente. Algunos compañeros de trabajo se pasan por aquí. Dicen de él que está obsesionado con el cumplimiento de sus obligaciones laborales. Es muy estricto. Excesivamente recto.

—Es frío y calculador. Domina a los que tiene cerca por su peculiar carácter. Es muy antipático. Muy distante. No se deja querer. Suele dar problemas. De aquí le tuvimos que echar tras una pelea.

—Cuando bebe, se pone muy violento. Y el problema es que Alois bebe sin parar. Se pasa las tardes enteras trasegando alcohol. De casi todos los sitios le acaban expulsando.

—Se casó con una mujer mucho mayor que él. Dicen que tiene dineros. Y también un padre que está muy bien colocado en las altas esferas. Alois no da puntada sin hilo. Me da pena su mujer. La conozco bien. Anna es muy buena y no se merece que Alois la engañe con todas las mujeres que se ponen a tiro…

—¡Calla, mujer! Perdónela, por favor. Como todas las de su género es algo chismosa y enredadora. Vete a preparar los guisos, Vera. Ya me quedo yo con nuestro amable cliente.

            Vera Bruchmann se levantó refunfuñando. Su marido se la quedó mirando mientras salía de la habitación. Kangmanchú alargó su mano de uñas exageradamente largas hacia el vaso de vino que le ofrecía Helmut Bruchmann. El posadero se sirvió también y siguió dando alivio a la lengua. En pocos segundos, demostró ser mucho más chismoso y enredador que su mujer.

            —Es cierto que Alois es un borrachín y un mujeriego. Aquí nos conocemos todos y Alois tiene un extenso currículo de adulterio. No lo digo yo. Lo dice él. Se jacta de ello, sobre todo cuando lleva un par de copas en el cuerpo. Todo el mundo sabe que mantiene relaciones con una mujer que sirve en su casa. Franzisca viene a menudo por aquí a comprar vino. Ahora, Alois ha conseguido meter a una jovencita en su casa para llevar las tareas del hogar. Todos sabemos en qué cama va a acabar esa pobre cría…

            Kangmanchú apuró el vaso de vino. Se empezaba a cansar. Conocía ya todo lo que habían soltado alegremente los posaderos. Él solo quería saber dónde encontrar a Alois Schicklgruber. Traspasó los ojos a Helmut Bruchmann y esperó su respuesta.

—Últimamente se pasa la tarde entera en Die Scharlachrote Ratte, muy cerca de aquí, junto a la iglesia parroquial de San Esteban.

            No necesitaba más. Kangmanchú se levantó de la mesa y salió de la posada. Era temprano. Recorrió tranquilamente Braunau. El día era apacible, la gente amable, el pueblo limpio. Se acercó al río Eno. Se imaginó lanzándose al agua y llegando desfallecido hasta el Danubio. Pasaron dos horas sin apenas darse cuenta. El tiempo era una cuestión relativa. Las campanas de la iglesia estallaron y se dejó llevar por su eco. Entró en Die Scharlachrote Ratte. Todos se le quedaron mirando. Un hombre altísimo, de tez amarilla y larga coleta cayendo sobre su espalda llamaba realmente la atención. Se sentó en una mesa apartada y pidió de comer. Le trajeron un guiso caliente. Kangmanchú apenas lo probó. Se limitó a beber vino de la jarra de barro que habían dejado. Dejó pasar el tiempo. Por fin, hacia las cuatro de la tarde, apareció Alois Schicklgruber. Se acercó a la barra, cogió con total familiaridad una botella y un vaso y se encaminó hacia una mesa situada casi en el otro extremo. Allí jugaban a las cartas tres tipos. Se sentó a su lado y se unió a la partida. Kangmanchú le diseccionó con sus penetrantes ojos verdes. Alois tenía un aspecto fiero. La cara redonda, la calva refulgente, los mostachos grises y muy poblados, el gesto hosco, la mirada provocadora, el cuerpo corpulento, la voz camorrista, el comportamiento pendenciero. No tardó mucho en reñir con sus compañeros de partida. Uno de ellos se marchó pegando gritos. Alois se levantó retador. Se acercó a la barra. Cogió otra botella. Dando gritos pidió a alguno de los parroquianos que se uniera a la partida. Todos agacharon la cabeza. Alois dio un largo trago a la botella y maldijo en silencio. Se volvió a sentar. Reanudó la partida. No duró mucho la paz. Alois estaba ya muy bebido y no dejaba de enzarzarse con todo el mundo. Se levantó a por otra botella y tropezó con un tipo. La botella cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Alois lanzó un puñetazo al aire y tuvieron que separarles. Los dos compañeros de partida aprovecharon el tumulto para marcharse. Alois se quedó solo jurando a gritos. Kangmanchú aprovechó ese instante para acercarse a él e invitarle a beber. Alois se le quedó mirando. Nunca había visto a nadie como Kangmanchú. No sabía si era lo que había bebido o si eran sus fosforescentes ojos, pero sintió que le temblaban las piernas. Obedeció y se sentó junto a Kangmanchú. Bebió de una jarra de vino que había sobre la mesa. Parecía hipnotizado. Nada le importaba. Al menos mientras le invitaran a vino.

            —He venido desde muy lejos para conocerte. —Kangmanchú le regaló una sonrisa que pareció una cuchillada—. Como no tengo tiempo para cambiar tu vida, he decidido cambiar tu muerte.

            —Sírveme más vino, jodido viejo amarillo —farfulló Alois, que no entendía nada. Tampoco le importaba mientras le dejasen saborear el vino gratuito que aquel chalado le ofrecía—. No creo que sepas ni quién soy.

            —Te llamas Alois Schicklgruber. Has mantenido hasta ahora el apellido de soltera de tu madre, pero estás a punto, o quizás ya lo hayas hecho, de cambiarte el apellido. Tu tío va a morir sin herederos. Habéis decidido entre los dos legitimar la situación. Os vais a presentar (si ya no lo habéis hecho) ante un párroco de Döllersheim. Le confesarás que Johann George Hiedler se había casado con tu madre y ahora quieres legitimar el apellido paterno. El sacerdote accederá a modificar los registros. Alois Schicklgruber tendrá un nuevo apellido…

            —¿Cómo sabes todo eso, viejo demente?

            —Yo sé todo de ti. De tu pasado y también de tu vida futura.

            —¡Estás completamente loco, puto amarillo!

            —Estás casado con una mujer mayor a la que ya has explotado suficientemente. La engañas con Franciska, una mujer que trabaja en vuestra casa. Y no es la única…

            —Eso lo sabe todo el mundo. Yo mismo lo voceo a quien quiera oírme.

            —Acaba de llegar a tu casa una jovencita de nombre Klara…

            —Eso es también de dominio público. En este puto pueblo corren las noticias como la pólvora. No me has dicho nada que yo no sepa. ¡Que no sepa todo el mundo!

            —Dentro de cuatro años, tu mujer no aguantará más y se separará de ti. Te quedarás con Franciska y seguirás tu vida de borracheras y adulterios. Franciska no tardará en morir y, entonces, Klara…

            —¡Una buena noticia por fin! Así que Klara y yo…

            —¡Silencio! Te voy a contar la historia del demonio. Klara y tú tendréis varios hijos. Morirán. Por fin os sobrevivirá uno. Tu vida no cambiará mucho. Pasarás todas las tardes bebiendo. Llegarás por la noche a casa completamente borracho. Pegarás palizas a Klara diariamente y también a tu pequeño hijo. El crío será el principal objeto de tu cólera y de tu embriaguez. Las palizas serán constantes…

            —¡Basta ya! —Alois se levantó trastabillándose. La jarra de vino se había terminado. La había bebido casi entera. Apenas podía mantenerse en pie—. Voy a matarte, puto viejo amarillo. Nadie me insulta y vive para contarlo.

            Alois se acercó a la barra, cogió una botella vacía e intentó golpear con ella a Kangmanchú. La botella explotó en sus manos al acercarse a la cabeza de Kangmanchú. Alois quedó petrificado por la sorpresa. Tal vez por ello no se dio cuenta de que aquel demonio amarillo sacaba algo del interior de su gabán. Era una esfera redonda. Metálica. Muy extraña. Antes de poder reaccionar, Kangmanchú se la lanzó despacio. Alois la cogió entre las manos. Al hacerlo, se convirtió en cenizas. Todo fue tan rápido que los pocos parroquianos que estaban presentes, pensaron que habían asistido a un truco de magia. Alois había desaparecido. Ninguno de ellos podía creer que Alois fuese el pequeño montículo de cenizas que había surgido junto a la barra.

            Kangmanchú salió de Die Scharlachrote Ratte sin mirar atrás.

            Sabía dónde tenía que ir.

            La casa de Alois no estaba muy lejos.

            Llamó a la puerta y le abrió Klara.

            Era una jovencita dulce y esbelta de dieciséis años.

            Kangmanchú la miró fijamente a los ojos y extendió su mano de alargadas uñas.

            Ella no se lo pensó dos veces. Salió de la casa, cerró la puerta, le dio la mano y siguió a Kangmanchú como un autómata.

            —Tienes que salir de este mundo. Te voy a llevar al mío. Te gustará. Allí no correrás peligro. Ni tú ni nadie. —Kangmanchú tenía los ojos más verdes que nunca. Unos ojos casi fosforescentes velados a intervalos por una singular membrana blancuzca y viscosa que, al ocultar la córnea, le otorgaba una espantosa apariencia fantasmal.

            Los dos, cogidos de la mano, se alejaron del centro de Braunau. Kangmanchú, siempre atormentado por la certeza de su inevitable futuro, parecía disolverse por momentos. Se llevaba a Klara al siglo XLIII. Volvía a casa a morir. Lo hacía con la esperanza de tener suerte y volver a encontrarse con Arcadia. Miró a Klara. Era una jovencita desgarbada e ingenua. Sin duda, iba a estar mucho mejor en su nuevo mundo. No tendrá que sufrir. Ni recibir palizas. Ni ver cómo las recibe su hijo. No pasará a la historia, en fin, por traer al mundo al peor de los monstruos.

            Antes de regresar al siglo XLIII, Kangmanchú estaba obligado a hacer algo. Se lo había prometido a César Borgia en la Cancillería. Por eso había aterrizado en Braunau. Sabía que Alois Schicklgruber se iba a cambiar de apellido. El sacerdote había accedido a modificar los registros y las autoridades civiles habían procesado automáticamente la decisión de la Iglesia. Lo que Alois no sabía al hablar con Kangmanchú es que el funcionario del registro se iba a confundir al registrar el apellido y en lugar de Hiedler cambiaría su grafía a Hitler.

            Era el último servicio de Kangmanchú antes de regresar a su mundo. A uno de sus mundos. Alterar la historia asesinando a Adolf Hitler. Mejor aún: impidiendo que naciese.

            Pensaba en ello cuando, en un sitio aislado, junto al río Eno, Kangmanchú se detuvo. Cogió de la mano a Klara y con la otra presionó el medallón rosa que llevaba en el pecho. Hizo un círculo de fuego en el suelo señalando simplemente con el dedo. Dentro del aro de fuego quedaron Kangmanchú y Klara agarrados de las manos. Apenas un par de segundos después, desaparecieron para siempre.

Anna Karénina

«Todas las familias felices se asemejan; cada familia infeliz es infeliz a su modo.» Esta frase con la que da comienzo Anna Karénina (aparecida en su versión definitiva en 1877) se ha convertido en una de las más célebres y citadas de la literatura y nos introduce ya de forma inigualable en el clima que sobrevuela esta magnífica novela. Anna Karénina es la obra más ambiciosa y de mayor trascendencia de Lev Nicoláievich Tolstói (1828-1910). En ella describe con enorme agudeza la sociedad rusa de la época a la vez que plantea una feroz crítica hacia la aristocracia en declive, su falta de valores y la cruel hipocresía imperante. Una estremecedora historia de adulterio en la que la protagonista principal, Anna Karénina, se ve abocada a un trágico final como resultado de un conflicto—psicológico y social—que va in crescendo desde la primera página. Las desventuras de la protagonista y su afán por integrarse en una sociedad hipócrita que la margina por adúltera, pero perdona los desmanes de su amante, nos hacen reflexionar sobre la invisibilización de la mujer a la par que nos ofrecen un fresco monumental de la Rusia decimonónica y todas sus contradicciones. La culpa, la redención, la búsqueda del bien y la caída en el pecado, el rechazo social y el trastorno interno que dicho rechazo provoca en quien lo padece…Todos estos temas aparecen magistralmente engarzados en Anna Karénina, una obra clave de la literatura universal cuya lectura sigue siendo imprescindible.

LII. Donde César Borgia vuelve a ver la luz

Se oyó, fuerte y clara, una campanada.

Los mozos de equipajes la asediaban ofreciéndole sus servicios; pasaban ante ella hombres jóvenes o viejos y algunos se detenían a mirarla con insolencia, le guiñaban el ojo o le dirigían frases groseras. Dos sirvientas que paseaban por el andén volvieron la cabeza e hicieron un comentario en voz alta sobre su vestido. Todos la observaban y, sin embargo, nadie advirtió la expresión de horror que se pintaba en su semblante. «Dios mío, ¿adónde iré?», pensó Ana.

Al final del andén se paró.

Se acercaba un tren de mercancías.

Las maderas del andén trepidaron bajo sus pies y Ana se imaginó que estaba dentro del tren. De súbito, se acordó del hombre que había muerto aplastado el día de su primer encuentro con Vronsky y comprendió lo que tenía que hacer. Bajó los escalones que conducían del depósito de agua a la vía con paso ligero y se detuvo al lado mismo del tren que pasaba. Miró la parte baja de los vagones, las grandes ruedas de hierro del primer vagón que avanzaba despacio y trató de calcular con la vista el momento en que pasaría frente a ella. Quería caer entre las ruedas del primer vagón, pero al tratar de desembarazarse de la valija roja que llevaba colgada al brazo, se retrasó y ya fue demasiado tarde. Tuvo que esperar al siguiente tren. Una sensación similar a la que experimentaba cuando, al bañarse, iba a entrar en el agua se apoderó de ella. Se persignó. Aquel gesto familiar despertó en su alma una ola de recuerdos de su niñez y su juventud y, de repente, las tinieblas que cubrían su espíritu se desvanecieron y la vida se le presentó con todas las alegrías luminosas, radiantes, del pasado. Pero no apartaba la vista del tren que, por momentos, se acercaba. Cuando ya estaba casi encima, tiró la valija, hundió la cabeza entre los hombros y se tiró a la vía del tren. Cayó de rodillas y, con un movimiento ligero, abrió los brazos, como si tratara de levantarse. Alargó la mano, desesperada, y un brazo fuerte, poderoso, milagroso, tiró de ella y la sacó de aquel infierno apenas un segundo antes de que el tren pasara sobre ella.

(En una posada cercana a la estación se han refugiado César y Ana. Ella todavía no se ha recuperado del desvanecimiento. Él solo contempla con arrobo su rostro. Se pasaría la vida eterna haciéndolo. Todavía tiene César el corazón en la boca. Ha estado a punto de no llegar a tiempo. Parece angustiado ante esa posibilidad, pero sonríe al pensar que el viejo Kangmanchú lo tenía todo controlado. Que sabía perfectamente lo que iba a suceder…Ana, por fin, abre los ojos. Piensa que está dentro de un sueño. O algo peor).

ANA: ¿Eres tú? ¿De verdad, eres tú?

CÉSAR: He cruzado océanos de tiempo para encontrarte. ¿Puedes imaginar mi soledad constante hasta que he vuelto a verte después de tantos años?

ANA: Si nos vimos hace menos de un mes… ¿Esto es real, César?

CÉSAR: Claro que es real. Respira profundamente. ¿Te sientes mejor?

ANA: Sufro una pesadilla, la misma pesadilla, hace tiempo. Veo a un hombre anciano, con su barba blanca, viste con harapos y sujeta un martillo. Golpea sobre algo con el martillo y oigo un fuerte ruido. No sé por qué, pero esa imagen está muy relacionada con la idea de mi propia muerte. Antes de…, le volví a ver. ¿Le viste tú?

CÉSAR: Sí que le vi. Ya no tienes que preocuparte por él. No volverá a molestarte. Ahora ya no tienes que temer a nada ni a nadie.

ANA: Solo quería huir lejos de todo el mundo. Y de mí misma. ¿Por qué no apagar las luces cuando ya no se espera nada?

CÉSAR: Llevas mucho tiempo castigándote. No te mereces vivir enterrada en este insípido aburrimiento. He venido a rescatarte.

ANA: Decidí en su día aburrirme con elegancia. Como los demás. Ahora ya nada importa. Ni siquiera la vida. Siento que caigo por un precipicio.

CÉSAR: No te dejaré caer.

ANA: No me queda nada en la vida, aparte de esperar el final.

CÉSAR: No es así. Hoy es el primer día del resto de tu vida.

ANA: Todo el mundo me espía, me vigila, me critica sin parar. Creo que voy a morir. Casi lo deseo. No tenías que haberme salvado. Todo es fácil cuando mueres.

CÉSAR: ¡No! Tú eres una mujer valiente. Has caído en el lugar y en el siglo equivocados. Te sientes culpable y no tiene que ser así. Llevas mucho tiempo torturándote. Te podría decir que la culpa se mitiga aceptándola, pero no creo que seas culpable de nada.

ANA: Si supieras lo cerca que estoy de la locura. El miedo que tengo.

CÉSAR: Vronski te arrastró a la perdición. Todas las señales a su alrededor han sido funestas. Desde el principio. Desde el primer momento en que os conocisteis con el atropello del guardagujas en la estación de Moscú, o la caída de Vronski en las carreras, o la pesadilla en la que aparece un hombre de barbas desgreñadas con el capote cubierto de nieve o tu agonía al dar a luz la hija de Vronski.

ANA: ¿Cómo puedes saber todo eso? ¿Te lo ha contado él?

CÉSAR: No, pero lo sé. Y no solo yo. El señor Tolstoi no contó la verdad. Toda la verdad.

ANA: ¿A qué te refieres?

CÉSAR: A nada. No lo entenderías. Solo tienes que saber que yo estaba atado de pies y de manos. Vronski era mi mejor amigo…

ANA: ¿Era? ¿Ya no lo es? ¿Qué ha sucedido?

CÉSAR: Hace tanto tiempo que no le veo…

ANA: Pero, César, hace menos de un mes le acompañaste a casa. Luego, desapareciste.

CÉSAR: ¿Un mes? Qué curioso es el tiempo… No, Vronski no ha sido nunca mi mejor amigo. Yo solo quería estar cerca de ti. Este es un mundo falso, con su doble moral, su frivolidad, su pomposidad funeraria y su amor por las apariencias. Tú te mereces otra cosa. Eres una auténtica mártir en un mundo y en un tiempo injustos, donde los hombres no pagan ninguno de los precios a los que las mujeres sí estáis obligadas. Vronski se mueve con total libertad en todos los círculos. Tú eres la proscrita. Mientras él se pasea por el patio de butacas del teatro de la Ópera sin recibir siquiera una mirada de reproche, tú eres insultada por una mujer desde el palco contiguo.

ANA: ¿Estabas allí?

CÉSAR: Yo siempre he estado a tu lado, sin tú saberlo. Él va de fiesta en fiesta y tú en la penumbra de tus habitaciones. No hay que avergonzarse nunca del amor. Se lo dijiste mil veces a Vronski. Yo te lo digo ahora a ti también. De igual forma que supiste que la humillación habría sido mantener las apariencias en tu matrimonio, ahora debes ser igual de valiente y no mantener las apariencias en esta farsa que es tu unión con Vronski. El amor desapareció hace mucho tiempo. Eres joven. Tienes otra oportunidad. Coge a tus hijos y ven conmigo. Te prometo una vida eterna.

ANA: Nunca he querido hacerte daño. Nunca quise, pero siempre hago daño a los que más quiero. Yo pensaba que me odiabas. Siempre estabas con Vronski y cuando yo llegaba tú te ibas.

CÉSAR: No podía veros juntos. No podía hacer nada. Él era mi amigo y yo pensaba que tú eras feliz.

ANA: Yo le quería cada vez más. Él me quería cada vez menos… Tú fuiste el único que me invitó a su palco. Vronski no quiso ir a la Ópera ese día. Se avergonzaba de ir conmigo. Decía que no podíamos presentarnos juntos en público. Fue horroroso. Toda aquella gente clavándome la mirada. Y luego apareció Vronski con la princesa Sorokina y su madre. Fue vergonzoso y humillante.

CÉSAR: Nunca debemos avergonzarnos de nuestros sentimientos. Yo no veo inmoralidad en el amor verdadero. Además, todos tenemos derecho a confundirnos. Tú solo eres la víctima de esos ojos que te juzgan con una vara distinta a aquella con la que juzgan a Vronski. Tú único problema es que, siendo mujer, hayas tenido la pretensión de ser libre y de decidir a quién amar. Nunca tienes que perder esa libertad y esa valentía.

ANA: ¿Hasta cuándo tendré que estar soportando esta vida de mentira? Ojalá el tiempo acabe por liberarme. ¿Crees en ello?

CÉSAR: Creo en pocas cosas, pero creo en esto…

(César Borgia besa a Ana Karenina. Están un tiempo juntos. Abrazados. A ella se le escapa una lágrima).

CÉSAR: Perdóname. El descaro es parte de mi naturaleza. Hay cosas que son más fuertes que nosotros. No puedo evitarlo. Dime que me marche y lo haré.

ANA: ¡Ahora no puedes hacer eso!

CÉSAR: Sin ti, sin tu amor, apenas soy más que un muerto. Yo siempre estaré orgulloso de llevarte conmigo a todos los lados.

ANA: Desapareciste cuando más te necesitaba… Después de aquel día en la Ópera, todo se precipitó… Y tú ya no estabas. Todo el mundo sabía las relaciones de Vronski. ¿También tú?

CÉSAR: En aquel momento me pareció desleal decírtelo. Me confundí. Lo supe mucho después. Cuando ya era tarde. No me volveré a equivocar. Quiero llevarte lejos de aquí para que olvides lo que no te hace feliz.

ANA: ¿Dónde podré escapar de mi pasado y de mis recuerdos?

CÉSAR: Si vienes conmigo, los recuerdos dejarán de existir. Serán cortados en miles de trozos y extendidos por el tiempo. ¿Existe el tiempo cuando los dos estamos juntos?

(César Borgia vuelve a besar a Ana Karenina)

CÉSAR: Tú y yo estamos predestinados.

ANA: Eso mismo me dijo Vronski. Predestinados a la desesperación. O la felicidad. Ya no me acuerdo. Sé que acertó. Y yo no pude escapar. Buscando desesperadamente la segunda me encontré con la primera.

CÉSAR: No te pido nada. Solo el derecho a sufrir y guardar esperanza, como en este momento. Llevo un siglo haciéndolo. No quise dar el paso en su momento porque pensé que eras feliz. Fue mucho después, gracias o por culpa del señor Tolstoi, que supe la verdad, lo que te ocurría, el trágico final que te aguardaba…

ANA: A veces me parece que hablas en broma. No entiendo…

CÉSAR: ¿Entiendes esto?

(Una vez más César besa a Ana. Lo hace apasionadamente. Como si se dejara la vida en ello).

CÉSAR: Tenía tanto miedo de no volver a verte. No hay vida en este cuerpo si no estás tú. Quiero ser tuyo para siempre.

ANA: Vronski me dijo también «para siempre».

CÉSAR: Mi «para siempre» es distinto. Ordenaré que se detengan todos los relojes del mundo. Los relojes ya no nos afectarán. Confía en mí… Creo que fuiste un tiempo feliz en Italia. Yo te voy a enseñar lo que es la verdadera felicidad. Y será también en Italia.

ANA: ¿Y Seryozha? ¿Vendrá con nosotros?

CÉSAR: Tengo los mejores abogados del mundo. Nadie te quitará a Seryozha. Karenin no le quiere. Solo lo utiliza para hacerte daño.

ANA: Según la ley de la Iglesia, la esposa no puede volver a casarse mientras su marido viva. Y si Karenin acepta el divorcio, nunca me entregará a mi hijo. ¡Por eso no quiero el divorcio! Tendré que cargar con el peso de la culpa toda la vida.

CÉSAR: Sí, ya le he escuchado a Karenin decir que solo un crimen contra Dios puede romper vuestra unión. Y que un crimen de esa índole siempre va acompañado de su castigo. Él se arrodilla ante la ley de la Iglesia. Yo conozco leyes mucho más poderosas.

ANA: A veces me das miedo. Sin embargo, confío en ti. Haz conmigo lo que quieras.

CÉSAR: Comprendo mejor que nadie el dolor que arrastras. Esta noche dejarás de huir. ¿Crees en los sueños?

ANA: ¡Creo en los sueños!

CÉSAR: Pues no hagamos esperar a los espíritus. Ni a la eternidad. El amor mortal no es para nosotros. El nuestro es eterno.

ANA: ¡Nos hemos vuelto unos locos de Dios!

CÉSAR: Has de abandonar tu vida. ¿Estás dispuesta a morir y renacer en la oscuridad de la mía?

ANA: Quiero ser tuya para siempre. Quiero ser lo que tú eres, ver lo que tú ves, amar lo que tú amas.

CÉSAR: ¿Me aceptas como tu eterno esposo? Sangre de mi sangre. Bebe y nos amaremos sin fin.

(César Borgia despliega una sonrisa hechicera de la que emergen unos protuberantes dientes. Las pupilas le brillan con resplandor de enamorado. Con suavidad, se abalanza sobre el cuello de Ana Karenina. Ella se deja hacer. Nota los dientes de César clavándose en su cuello. Cierra los ojos. Y, de repente, se siente poseída por una especie de huracán interior. Siente que vuelve a ser feliz).

ANA: Acabas de devolverme a la vida. Por segunda vez en la misma noche. Ahora solo te tengo a ti. Recuérdalo.

(Ana Karenina pasa los dedos por la boca de César Borgia. Recoge en ellos algo de la sangre que gotea por las comisuras. Se lleva los dedos a su boca. Toma de la mano a César Borgia. Cierra la puerta. Abre la ventana).

LI. En el que Kangmanchú y César Borgia escapan del cerco nazi

Lo primero que vio fue el medallón rosa que Kangmanchú llevaba en el pecho. César Borgia estaba algo mareado y totalmente desorientado. Solo recordaba que estaban en el Palacio Aventino. Que el coronel Tepes y Carl Orff les habían revelado que iban a ser detenidos por orden de Hitler. Que, una vez convertido en el dueño del mundo, el Führer ya no les necesitaba. Que la Gestapo les estaría esperando en sus domicilios para hacerles desaparecer como a tantos otros. Recordó a Kangmanchú diciéndole que tenía un plan. Que lo único que los nazis no esperarían es que no saliesen del Palacio Aventino. Kangmanchú le llevó a su despacho-laboratorio, apartó unos muebles y presionó el medallón rosa que llevaba en el pecho. Al instante se iluminó un círculo en el suelo y un aro de fuego les rodeó…

            Ahora estaban los dos en un lugar oscuro completamente desconocido.

            Una carreta tirada por un viejo caballo pasó junto a ellos. César Borgia se dirigió al hombre que la conducía. Vestía unas extrañas ropas y hablaba una lengua desconocida. El tipo, un hombre de tez muy oscura, bigote frondoso y ceño fruncido, miró al Borgia con auténtico terror y espoleó al caballo.

            —Le habéis asustado con ese traje de dandi tan escandalosamente llamativo. —Kangmanchú echó a andar siguiendo el empedrado camino—. Tenemos que buscar unas ropas con las que pasar desapercibidos.

César Borgia, levita larga, cuello alzado, pajarita grande, bastón, guantes,  pañuelo en el bolsillo, pantalones de cintura baja ajustados a la pierna y botas Chelsea negras, empezaba a comprender poco a poco.

—¿Dónde estamos?

—Eso da lo mismo. Lo único que sé es que estamos en un lugar y en un tiempo que nos permitirá a los dos hacer lo que tenemos que hacer. Para ello, hemos de darnos prisa.

            Efectivamente, todo fue muy rápido.

            En poco más de tres horas, estaban los dos sentados en un banco destartalado de una perdida estación de tren.

            César Borgia había vendido un valiosísimo anillo y dos piezas de pedrería de las que siempre llevaba consigo. Se habían vestido para no llamar la atención y habían consultado el horario de trenes.

            Ahora solo les quedaba esperar.

            —¿Piensas en Ana? —Kangmanchú amagó una sonrisa que dejó a la vista unos dientes pequeñitos, amarillentos y un tanto separados.

            —Siempre pienso en ella. Llevo casi cien años pensando en ella todos los días. Es la única mujer a la que verdaderamente he amado. Cuando se ama mucho es necesario partir. Poner tierra de por medio. Fue un error. Lo supe demasiado tarde.

            —Quizá no sea demasiado tarde —dijo Kangmanchú con voz sibilante—. Nunca es demasiado tarde para nosotros.

            —Una vez estuve casado. —César Borgia se levantó y dio unos pasos alrededor del banco—. Fui feliz durante unos meses. Tuve que partir a la guerra. Prometí regresar y envejecer a su lado. Nunca lo hice. Han pasado más de cuatrocientos años de aquello.

            — Y tres siglos después conociste a Ana…

            —¡Y volví a repetir el mismo error! El pasado nunca se va. Mis pesadillas me perseguirán hasta el fin de los días. O César o nada fue mi divisa durante una época. Subí la apuesta y la cambié por: O Dios o nada. Para qué me ha servido si tengo este vacío aquí dentro…

            César Borgia estaba decaído. Asustado, quizás. Todavía no parecía haberse dado cuenta de que tenía el mundo en sus manos. La posibilidad de recuperar el control. De volver a ser feliz. Kangmanchú se levantó del banco. Lo hizo con un poco de dificultad. Tenía una apariencia tan frágil que daba la sensación de que estaba a punto de partirse en dos.

            —Déjame que te cuente una historia. —Kangmanchú amagó con dar un pequeño paseo, pero prefirió volver a sentarse—. En uno de los universos que visité conocí a alguien… Fue hace mucho tiempo. Sucedió en el siglo XLIII. En aquel viaje me enamoré de una mujer. Nunca me había sucedido hasta entonces. Y nunca volvió a ocurrir. El milagro funcionó entre nosotros dos. Ella correspondió a mi amor con un amor igual de sincero y apasionado. Jamás fui tan feliz. Ella se llamaba Arcadia y, como te he dicho, era una mujer del siglo XLIII. Un siglo muy complicado. Las guerras apocalípticas se habían sucedido durante los cien años anteriores y la Tierra estaba completamente destrozada. Curiosamente, en medio del caos, yo encontré el amor. No tardé en hacerme con el poder en el país en el que aterricé. Una isla que se correspondía con el estado de California que conoces y que, tras varios devastadores terremotos en el siglo XXXVIII, se separó del continente americano. Pues bien, allí yo comandaba un ejército poderosísimo. Era el rey. Mis súbditos me adoraban. Había conseguido, en muy poco tiempo, hacer que en aquella isla deprimida y desolada se comenzara a vivir muy bien. Llegué a desposarme con Arcadia. Éramos felices. Pero…, los enemigos acechaban. Los reyes siempre están bajo sospecha. Y los enemigos crecen en silencio con un puñal en la mano. Un día hubo una encerrona. Todo era tan maravilloso que caí en la trampa sin darme cuenta. Un asesino a sueldo, confabulado con un traidor muy próximo a nosotros, saltó el cordón de seguridad que siempre nos rodeaba y disparó. La bala iba dirigida a mí, pero Arcadia, al verme en peligro, se puso en medio. Entre mi cuerpo y la bala. Cayó herida de muerte en mis brazos. Nada se pudo hacer, ni siquiera con los avances médicos del siglo XLIII. Ni siquiera con mis poderes… Me rompí por dentro. Por primera vez en todas mis vidas supe que quería morir. Durante más de un siglo no paré de maquinar el cómo devolver a Arcadia a la vida. Al final, construyendo unas máquinas imposibles, lo logré. Conseguí, gracias a ellas, regresar al momento del atentado y, justo en el instante del disparo, retiré del flujo temporal a Arcadia. Lo hice un microsegundo antes de que ella recibiera el disparo. Eso sí, al hacerlo creé una línea temporal en la que fui yo, y no Arcadia, quien murió. ¿Te das cuenta del inmenso poder del amor? Ella sobrevivió en aquel universo y yo morí. Regresé para salvarla a pesar de que sabía perfectamente que eso conllevaba mi muerte. Y, lo que era peor, el separarnos para siempre.

            César Borgia había seguido aquel sentido monólogo con el alma en bandolera. Kangmanchú parecía tan frágil que podía quebrarse en cualquier momento como el cristal. Lo único que le mantenía fuerte y poderoso era su prodigiosa mente. Y ahora su mente comenzaba a entrar en barrena. Quizá por eso había momentos en que su silueta se desdibujaba y su figura parecía borrarse, cortocircuitarse, fundirse a negro.

            —¿No me sucederá a mí lo mismo? —preguntó el Borgia, tan angustiado por lo que acababa de contarle Kangmanchú como por lo que le esperaba en los próximos días.

            —Tú no tienes que sacrificarte. No tienes por qué morir. Quizá el destino os permita manteneros a ambos en la misma línea de tiempo. No pierdes nada por intentarlo. —Kangmanchú volvió a levantarse. A intentarlo, al menos. César Borgia le ayudó. Pasearon un rato a lo largo de la estación. La poca gente que había no quitaba ojo al gigante amarillo. La gente que le observaba en aquel apartado rincón del mundo estaba hechizada con el encendido color amarillo de su piel, con su descomunal altura, con su exagerada delgadez, pero sobre todo con la diabólica sensación que habían observado muchos de ellos de que sus contornos de vez en cuando se borraban.

            Con un tono de voz que expresaba bien a las claras su preocupación, César Borgia se lo comentó.

—He abusado demasiado de los viajes en el tiempo. —Kangmanchú volvió a sentarse—. He cruzado tantos universos y he viajado tanto en el tiempo que me estoy desintegrando por dentro. Lo siento y lo sé. Sé que estoy a punto de romperme.

—Yo estoy destinado a la oscuridad y tú a la dispersión. A apaciguar a los múltiples yoes que has creado en tus múltiples vidas a lo largo de tantos y tantos universos. No entiendo que no te hayas vuelto loco.

—He vivido tantas vidas, tengo tantos recuerdos de todos mis yoes, de todas mis versiones alternativas, que he acabado por enloquecer. Sin embargo, ha sido precisamente la locura la que me ha permitido seguir vivo. Hasta hoy.

—Parece que el tren llega tarde. Mal presagio. El destino es mi puta. —César Borgia empezaba a experimentar una sensación que no era muy habitual en él. Echó a andar a lo largo de la estación. Preguntó algo a uno de los trabajadores de la estación. Regresó junto a Kangmanchú resoplando—. ¿Seré capaz de enterrar el pasado en el fértil terreno del mañana? La verdad es que todavía no tengo claro ni en qué lugar estoy ni en qué tiempo estoy. Ni lo que ha pasado. Tengo la sensación de que en cualquier momento se va a acercar un coche de la Gestapo…

Kangmanchú desplegó algo parecido a una sonrisa. Con su alargada y esquelética mano indicó al Borgia que se acercara.

—Ambos estamos donde tenemos que estar —susurró con apenas un hilillo de voz—. Los dos tenemos una misión. Aquí nos despedimos.

El agudo pitido del tren acababa de escucharse a los lejos.

César Borgia tomó entre sus manos las manos de Kangmanchú.

Al llegar el tren, envuelto en una nube de vapor, Kangmanchú se levantó.

Los dos hombres se abrazaron.

Sabían que no volverían a verse nunca más.

—¿Estarás bien aquí? —A César Borgia le entró, de repente, un ataque de ansiedad al dejar solo a un Kangmanchú tan desmejorado—. Quedan dos horas para que llegue tu tren y, por lo que veo, aquí no son muy puntuales…

—No te preocupes. Yo estoy enfermo de dolor y llevo luto por el futuro. Pero sé muy bien, tal vez precisamente por eso, lo que tengo que hacer.

César Borgia y Kangmanchú volvieron a abrazarse.

—Me queda muy poco tiempo. Ahora sí —susurró Kangmanchú al oído del Borgia—. Llevo un millón de años deseando que llegue este momento. He dudado durante siglos, y en diferentes universos, si ser la espada del Apocalipsis o la espada de la justicia. Ya te lo dije en el Palacio Aventino. Ahora sé en qué consiste mi última cruzada. Los dos tenemos una misión. Aquí nos despedimos.

César Borgia subió al tren.

El tren rugió como una fiera herida y volvió a envolver la estación en un espeso manto de vapor.

El Borgia se asomó a la ventanilla.

—¿Estás seguro de que llegaré a tiempo? —gritó.

—Lo estoy —susurró Kangmanchú. Y aunque César Borgia no alcanzó a escucharle, supo leer en sus labios la respuesta.

L. Luys Gallardo vislumbra su futuro y César Borgia roza la eternidad

La noche envolvía a la Ciudad Eterna con un manto negro perfumado de lirios.

En el patio del Palacio Apostólico apenas quedaba ya nadie. Los héroes que habían expulsado a Kangmanchú, incluidas criadas y prostitutas, habían abandonado el lugar. Solo quedaban un par de cardenales, varios soldados y gente de la confianza de César Borgia como Michelotto o Agapito Geraldini.

            Lucrecia Borgia también se había retirado a sus aposentos.

            El Valentino se dispuso a hacer lo mismo.

            Al salir del patio, sin embargo, escuchó una dulce melodía y se acercó a uno de los balcones que colgaban en el piso superior.

            Luys Gallardo, rodeado por dos damas, pulsaba las cuerdas de su laúd y entonaba un amoroso madrigal. César Borgia sonrió. Si había alguien en el mundo con el don de hipnotizar a las damas ése era el galante aventurero español. Esperó a que el trovador concluyese la canción. Cuando lo hizo, salió de las sombras y se acercó aplaudiendo. Las dos damas, al verle aparecer, hicieron una reverencia y se marcharon presurosas.

            —¡Sois incorregible! A veces me recordáis demasiado a mí. —César Borgia se sentó en una pequeña repisa, muy cerca del trovador.

            —Es un honor escuchar eso. —Luys Gallardo se ajustó el laúd a modo de bandolera y, dejando sus pies colgando, se asomó a uno de los balcones.

            — ¿Qué tenéis pensado hacer? —preguntó el Valentino.

            El galante aventurero permaneció unos segundos en silencio. Dudó. La verdad es que no sabía muy bien lo que quería hacer. Había consagrado su vida a rescatar doncellas y a regalarles poesías y canciones. Algo así dijo. Y añadió:

            —Ya sabéis que me muero por Eva.

            —Lo sé perfectamente. —El Borgia rio—. He visto estos días, además, que os agradan otras actividades. Nunca vi a nadie lanzar las dagas con tal velocidad…

            —Ya os dije en nuestro primer encuentro que solo hay una cosa que me agrada más que cantar a Eva y es airear la espada. Me gusta la aventura, meterme en peleas. Actúo siempre antes de pensar, por eso voy de brete en brete.

            —Y por eso os recluté para mi particular cruzada. Me gustaría seguir contando con Luys Gallardo.

            —Mi espada y mi laúd están al servicio del Valentino. —El trovador se atusó el bigotito y dejó escapar una sonrisa.

            —Más que en ningún otro lugar de Europa, el suelo italiano se distingue por el continuo y siniestro encadenamiento de conspiraciones, venganzas y mortandad. —César Borgia se levantó de la repisa y su rostro reflejó inquietud—. Son demasiados los tenebrosos hilos manejados con oscuros intereses por algunos con el fin de excitar el fuego latente entre italianos, impidiendo así su unión. Hay, además, vastas conspiraciones internacionales empeñadas en mantener a Italia dividida y en guerra.

            —Sé que vuestro mayor anhelo es unificar Italia bajo el mando de la familia Borgia. No dudo que lo conseguiréis. —Luys Gallardo se puso en pie y abandonó el balcón.

            —Para ello necesito fieles aliados. ¿Qué sabéis de Córcega?

            —Hablan de ella como una isla de sangre rodeada por un mar de plata.

            —Os han informado bien. Esa isla es un hervidero de puñales, un nido de espías y un cobijo de bandidos.

            —¿Allí deseáis que vaya?

            —Es una tierra hermosísima, rodeada de preciosos paisajes que invitan a soñar. Lástima que fratricidas luchas conturben la belleza de esa idílica isla.

            —¿Y qué tendría que hacer yo allí?

            —Luys Gallardo presume de no tener pabellón de nación. El emblema que empuña con orgullo es el de su corazón. Os jactáis, me lo dijisteis en nuestro primer encuentro, de humillar al fuerte que mal emplea su fuerza y alegrar la pesarosa existencia del oprimido.

            —Es cierto. Profeso el culto y la exaltación del músculo y la fuerza al servicio del débil contra la ley del fuerte.

            —Lo sabía. Por eso os he elegido. Y por algo que ahora mismo seguramente escape a vuestra razón y que el propio Luys Gallardo tiene que ver con sus propios ojos.

            —No os entiendo…

            —Allí, en Córcega, hay un hombre al que tenéis que conocer…

            —Explicaos, por favor.

            —¿Habéis oído hablar de los Hermanos Corsos?

            —Dicen que son los bandidos que controlan la isla.

            —Una manada de lobos crueles que, junto a otras cuadrillas de rufianes, han infectado la hermosa Córcega.

            —¿Queréis que me enfrente a ellos? ¿Cómo podría hacerlo yo solo? No creáis que tengo miedo. No es eso. Aunque…, creo que ya sé lo que os proponéis. ¡Queréis que me infiltre en los Hermanos Corsos!

            —No, no, no había pensado en esa estratagema. Si bien, conociendo vuestras dotes y vuestro sin par arrojo, podrías acaudillar a todos los bandidos que merodean por Córcega sin ningún problema. Estoy seguro de ello.

            —Entonces, ¿qué es lo que queréis?

            —No sé si sabéis que los Hermanos Corsos están mandados implacablemente por el feroz y sanguinario Dago Corsi.

            —He oído hablar de él, efectivamente. Algunos de los bravi que conspiraban en las tabernas romanas le consideraban un invencible bandido y un modelo a seguir. Boccadoro y yo escuchamos algunas historias acerca de él. Incluso uno de aquellos tipos había luchado a su servicio. Decía que cien genoveses habían huido atemorizados ante la sola presencia física de Corsi.

            —Necedades. —César Borgia torció el gesto de una manera que a Luys Gallardo le pareció más traviesa que angustiada—. No debéis dar crédito a tantas leyendas como corren sobre ese infernal sujeto. Hasta un poeta florentino ha dicho de él, en rimada trova, que tiene sonrisa de arcángel y furia de demonio. Y que en sus rasgos se alterna la seráfica dulzura del ángel, el cruel sarcasmo del diablo y la soberbia arrogancia del dios.

            —Vaya, parece un rival digno de mí. Creo que empiezo a interesarme.

            —Y más os va a interesar cuando os diga que es diabólicamente apuesto y seductor. Joven, encantador, galante. No son pocas las mujeres que caen rendidas por su voz de brujo encanto.

            —Cada vez me apetece más viajar a Córcega.

            —El renombre otorga a Dago Corsi apariencias colosales y terribles. Lo cierto es que es el rey de las montañas y que todos los bandidos le siguen en Córcega.

            —¿Y qué tendría que hacer yo allí? ¿Derrotarle?

            —Sí y no. Lo que quiero es que le conozcáis. Estoy seguro de que os vais a llevar una sorpresa.

            Luys Gallardo se volvió a atusar su pequeño bigote. Aquel secretismo le incomodaba y le excitaba a la vez. Ya había decidido viajar cuanto antes a Córcega. Y con más motivo cuando escuchó al Valentino:

            —Ah, y se me olvidaba lo más importante. En Córcega hay mujeres hermosísimas. Seguramente algunas necesitarán del brazo de un caballero como Luys Gallardo.

            Los dos hombres sonrieron.

            Lo hicieron antes de darse un fuerte abrazo y despedirse.

            César Borgia se encaminó a su habitación en la torre Borgia. Estaba realmente cansado. Las despedidas acostumbran a ser una carga pesada y todo lo que había sucedido aquel día había resultado muy emotivo. Entró en su lujosa estancia y se desprendió de su ropa. Quedó tan solo con unas calzas negras y una blusa blanca. Se acercó al balcón y miró al cielo estrellado. Permaneció unos segundos con la mirada fija en una blanquísima luna. Suspiró profundamente y se dio la vuelta. Cerró la hoja de la ventana y se dirigió al interior. Acababa de llegar al tocador cuando escuchó a su espalda un ruido. Más bien, sintió una presencia. Se giró alarmado y, entonces, le vio entrar por la ventana, envuelto en una especie de niebla. Lo hizo deslizándose por la estrechísima hoja de la ventana. El Borgia se abalanzó a por su espada cuando le pareció atisbar dos ojos rojos de fuego y un rostro extremadamente blanco surgiendo entre la niebla.

            —No vais a necesitarla. —El príncipe de Valaquia sonrió y sus afilados y blancos dientes centellearon a la luz de la luna.

            —Pensaba que os habíais ido sin despediros. —César Borgia dejó su espada y se acercó a Vlad Tepes. No parecía sorprendido por la teatral aparición. Durante la batalla del castillo de Sant’Angelo había visto cosas que el común de los mortales no creería en la vida.

            —Sería imperdonable. Tengo una última cosa que hacer antes de regresar a mi tierra.

            César Borgia regresó al tocador. Se sentía un poco inquieto. Imaginó que su turbación tenía mucho que ver con el escaso y algo indecoroso atavío que lucía. Pensó que, dada la obsesión que siempre había tenido por estar bien vestido y acicalado, aquella vestimenta que llevaba no era, desde luego, la mejor para recibir a un auténtico príncipe. Quiso creer que era por eso, aunque había algo indefinible en Vlad Draculea que le perturbaba.

            De repente, escuchó un estrepitoso ruido a su espalda.

            Un espejo había caído al suelo.

            Vlad Tepes lo había tirado.

            —Perdonadme. No soy amigo de los espejos —dijo el príncipe de Valaquia—. Los considero un absurdo objeto de la vanidad.

            —No os preocupéis. —César Borgia se agachó y recogió los cristales—. No quisiera que os cortarais. Sería un poco absurdo haber derrotado a todo un ejército sin un rasguño y heriros de una forma tan absurda.

            Al tirarlos dentro de una especie de jarrón que decoraba la estancia, fue el Valentino el que sintió un pequeño corte. Al instante, una gota de sangre asomó por el dedo índice de su mano derecha. Vlad Tepes se acercó a la mano como hipnotizado. Tenía los ojos cada vez más chispeantes y la boca más y más enrojecida. César Borgia se dio cuenta y retrocedió un paso instintivamente.

            —La sangre es un bien preciado en estos tiempos —dijo Vlad Draculea a modo de disculpa.

            —Vivimos una época convulsa. —El Valentino recompuso su figura y regresó a su habitual entereza—. Quiero dedicar mi vida a unir a todos los italianos. No sé si tendré tiempo…

            —¡El tiempo! —exclamó Vlad Tepes—. Afortunado aquel que lo controle, lo domine, lo pise.

            —Más afortunado es aquel que encuentra el verdadero amor sobre la tierra.

            El príncipe de Valaquia estalló en una estentórea carcajada.

            —Seguro que el gran César Borgia no piensa realmente eso. ¿De qué tenéis miedo?

            —Yo no tengo miedo a nada ni a nadie.

            —Estoy de acuerdo en la afirmación de que no teméis a nadie. Pero, ¿estáis seguro de que no teméis a nada? Pensadlo bien.

            El Valentino cerró los ojos. Parecía muy concentrado. Sonrió antes de retomar la conversación.

            —Tenéis razón. Solo hay una cosa a la que le tengo miedo: al reloj de arena.

            —Me dais la razón, entonces… El tiempo es como el mal francés. Supura. Infecta.

            —El tiempo conspira contra mí —afirmó, rotundo, César Borgia—. Quiero hacer demasiadas cosas y no sé si tendré tiempo.

            — Tendréis, si queréis, todo el tiempo del mundo. —Vlad Draculea se acercó a César Borgia.

            —El Tíber estará aquí después de que nosotros seamos solo huesos. No hay nada que hacer. La muerte es parte del plan de Dios.

            —Entonces el plan de Dios es erróneo.

            —No podemos hacer nada —insistió el Borgia con apenas un hilillo de voz y con el rostro de Vlad Tepes casi sobre él.

            —Igual sí…

            César Borgia había caído como rendido. Como hipnotizado. Víctima de un encantamiento. Sus piernas no parecían responderle. Se sentó en la cómoda. Frente a un gran espejo. Y, entonces, notó que el príncipe estaba detrás. ¡Pero Vlad Draculea no se reflejó en el espejo! Sin embargo, estaba sobre él. Notó su aliento fétido. Se dio la vuelta y vio una sonrisa lúgubre de la que emergían unos protuberantes dientes. Las pupilas le brillaron con una especie de furia malvada y, súbitamente, se abalanzó sobre el Borgia y le agarró del cuello.

            El Valentino se dejó hacer.

            Notó los dientes de Vlad Draculea clavándose en su cuello.

            Y, sintió algo indefinible.

            Como si, en efecto, pudiera de repente dominar, pisar y controlar el tiempo.

            —La clave de la vida y la muerte está en la sangre. —Vlad Tepes, con rastros de sangre en su boca estaba a punto de confirmarle al Borgia que lo que había sentido se iba a transformar en algo cierto—. La sangre es la clave de la inmortalidad. No lo olvidéis nunca.

            César Borgia observó al príncipe de Valaquia con una mezcla de devoción y temor. El Vlad Tepes que siempre parecía mortalmente pálido se había transformado en alguien ebrio de sangre. Con una tez exageradamente sonrosada. Y con unos labios rojísimos a causa de las gotas de sangre fresca que resbalaban en hilillos desde la boca hasta la barbilla.

            —No deberíais depositar vuestra fe en estas baratijas. —Vlad Draculea arrancó la cruz que llevaba colgada al cuello César Borgia—. La sangre es más fiable. Es suficiente la sangre fresca para prolongar la vida. Os acabo de condenar a una eterna sed de sangre. Os convertiréis en un ser inmortal de eterna juventud. Ahora sí, el gran César Borgia no tiene ninguna excusa para llevar adelante su cruzada.

            Vlad Draculea se acercó a la ventana. Antes de regresar a la noche, miró al Borgia. Estaba medio recostado sobre el sillón. Su mirada parecía ida, pero había un gesto de goce infinito en ella.

            —¿Es cierto, entonces, que todos los hombres somos esclavos de nuestros deseos? —acertó a musitar.

            —Ya habéis elegido el camino. Ahora hay que abrazar el viaje —dijo el príncipe de Valaquia antes de desaparecer de idéntica forma, teatral y mágica, a como había aparecido momentos antes.

XLIX. Donde prosiguen las despedidas

César Borgia entró de nuevo en el Palacio Apostólico. Cada vez quedaban menos personas en el patio. Al menos de las que al Valentino más le importaban. Luys Gallardo seguía cautivando a Lucrecia en el mismo lugar donde les había dejado y, muy cerca de ellos, una extraña pareja mantenía una conversación entrecortada. Parecían fuera de lugar. Ni pegaban en aquel sitio ni les unían muchas cosas. El Borgia se acercó a ellos.

            Agnès de Chastillon y Próspero, duque de Milán, formaban, efectivamente, una extraña pareja. Ella le sacaba a él casi una cabeza. Una guerrera poderosa y un venerable ermitaño. Eso semejaban desde fuera. Próspero vestía una modesta túnica y, tras la incesante actividad de los últimos días, parecía haberse quedado sin fuerzas. A su lado, Agnès la Negra recordaba a una auténtica diosa de la guerra. A pesar de que era un momento de celebraciones y de reconocimientos, Agnès se había presentado vestida como para dar comienzo a una batalla. Llevaba un jubón de terciopelo y calzas de seda. Dos pistolas cruzadas a la cintura y una espada envainada en una funda labrada primorosamente. Unas altas botas españolas y una capa de terciopelo de Chipre, hábilmente bordada con hilo de oro, terminaban por componer un cuadro que habría agradado al dios Ares. Ese atavío belicoso, empero, no impedía que lo que más destacara en ella fuesen su piel exageradamente nacarada y, muy especialmente, sus leoninos cabellos rojos.

            Al acercarse a ellos, Agnès la Negra aprovechó la circunstancia para escabullirse. Sonrió al Borgia. Era una sonrisa atravesada por una expresión de dureza. Su comportamiento, por otro lado, la delataba. Un comportamiento también duro, áspero, intratable. Como si Agnès no quisiera confianzas con nadie y desease cuanto antes alejarse de fastos y celebraciones. César Borgia quedó un momento desarmado, acompañándola con la mirada mientras salía del patio. Saludó de manera algo ausente a Próspero y, aprovechando que se acababa de acercar Su Santidad a parlamentar con el duque de Milán, se disculpó y echó a correr siguiendo la estela que había dejado Agnès de Chastillon.

            La alcanzó casi saliendo del castillo. Su figura era inconfundible. Alta. Decidida. Con la gran capa de seda escarlata flotando sobre sus hombros. Una auténtica guerrera. Solo le faltaba el casco y la cota de mallas de acero, pensó el Borgia al llegar a su altura.

            —¿No me digáis que os vais a ir así, sin despediros?

            —Nunca me han gustado las despedidas. Ni tampoco este tipo de actos.

            —¿Partís ya?

            —En efecto. Si me doy prisa, alcanzaré pronto a Gargantúa. Podemos hacer parte del viaje juntos.

            —Ha sido un honor luchar junto a Agnès la Negra. No he conocido a ningún guerrero como vos. Durante la batalla, pero también antes y después de ella, creo que no me equivoco si afirmo que fuisteis la persona más entera y la que soportasteis mejor toda la presión. Otros maldecimos, lloramos, nos desesperamos, blasfemamos, gritamos, pero Agnès de Chastillon estaba ahí siempre. Impasible y segura. Cuando tenía alguna duda, os miraba y sabía que no podíamos fracasar.

            —Nunca he sabido llorar. En mitad de la batalla suelo estar demasiado dolorida y vencida para maldecir —Agnès miró a César y le regaló algo parecido a una sonrisa.

            —Sois asombrosa, Espero volver a luchar a vuestro lado. Tened cuidado y contad siempre con los Borgia para lo que deseéis.

            Agnès la Negra salió del castillo y encaró el puente dell’Angelo. César Borgia se quedó observándola un rato. Era hermosísima, imponente, una auténtica diosa. Estaba, quizá, algo delgada, pero eso mismo provocaba que sus músculos apareciesen exageradamente marcados bajo su jubón y sus calzas. Su melena pelirroja y su capa escarlata no tardaron en perderse en la oscuridad.

            El Valentino regresó al patio del Palacio Apostólico. El papa Borgia seguía conversando con Próspero. César Borgia se acercó y se disculpó ante el duque de Milán por su intempestiva marcha unos minutos antes.

            —De ahora en adelante creeré en la existencia de los unicornios. —Próspero parecía haber recuperado la vitalidad. Junto a él, expuestos en dos pequeños atriles sujetados por dos criados, reposaban el Atlas de Orfeo y el Tratado de Anatomía, de Vesalio. El duque de Milán los acariciaba como acaricia un enamorado a su amada.

            —Todos creeremos, tras lo sucedido en el castillo de Sant’Angelo, en los unicornios —susurró, orlado en santidad, el papa Alejandro VI.

            —Estos libros, ya os lo dije, son mágicos. Solo hay que ver las páginas chamuscadas del Atlas de Orfeo. Unas páginas que ardieron en las llamas del infierno y están marcadas con los dientes del diablo. Y qué decir de las ilustraciones que se mueven, huelen y sangran del Tratado de Anatomía de Vesalio. No hay una joya más grande que estos libros…

            —Ahora vuelven a ser vuestros —el papa Borgia interrumpió a Próspero.

            El duque de Milán permaneció unos segundos en silencio. No estaba sorprendido. Parecía preocupado.

            —Hubo una época en que tuve más estima por mis queridos libros que por mi propio ducado. —Próspero recordó con amargura—. Dediqué todo mi afán al estudio de las artes y dejé el peso del gobierno en manos de mi hermano Antonio. No quiero volver a cometer ese error.

            —¡Y no lo cometeréis! —El papa Borgia agarró con sus dos manos los hombros de Próspero como bendiciéndole—. Supisteis reponeros de vuestro error y entendisteis que hay más mérito en la virtud que en la venganza. Vuestra hija Miranda será digna sucesora de Próspero.

            —No sé si soy merecedor de recuperar estos libros…

            — En su día os los dio Maquiavelo para derrotar a Kangmanchú. Pero no eran solo para eso. No hay persona mejor en el mundo para tener estos libros que Próspero. Sabréis qué hacer con ellos mejor que nadie.

            El duque de Milán hizo un gesto de agradecimiento. Su rostro reflejaba, además, un gran cansancio.

            —Me queda poco tiempo. Deseó retirarme. Quiero regresar mañana a Milán. Necesito volver a ver, cuanto antes, a mi hija Miranda. Su sonrisa siempre me ha dado el valor para soportar un porvenir incierto. Me refugiaré en los libros mientras de cada tres pensamientos sé que uno estará dedicado a la muerte. Es el final. Y quiero ser digno de él.

            El duque de Milán se despidió de los Borgia apretando la mano de César y besando el anillo de Su Santidad.

            —Que dolor y tristeza encuentren en sus corazones los que no desean vuestra felicidad —dijo a modo de despedida el Valentino.

            Al salir, el doctor Faustus tropezó con Próspero. Hablaron un momento. Se abrazaron. El duque de Milán partió definitivamente. Herr Faustbuch se acercó a despedirse del Santo Padre y de César Borgia. Parecía un hombre completamente derrotado. Había en su rostro una expresión a medio camino entre el horror y la capitulación. Al igual que Próspero, estaba realmente cansado. El haber empleado todos sus poderes para contrarrestar los de alguien tan poderoso como Kangmanchú le había pasado factura. Sin embargo, en el doctor Faustus confluían otras circunstancias.

Él era, a todos los efectos, un hombre completamente aniquilado.

Al acercarse al Santo Padre se arrodilló y le besó las manos. El papa Borgia le conminó para que se levantara de inmediato.

—Este es un momento de celebración y de victoria. ¡No estéis afligido! —El Santo Padre ayudó al doctor Faustus a levantarse.

—Por el vano placer de 24 años he perdido la dicha y la alegría eternas. Dios ya no me ama. Llevo muchos años sirviendo al dios de mis propios apetitos. Ahora tengo miedo.

—Mirad al cielo y pensad que la clemencia de Dios es infinita.

—No lo entendéis, Santidad. He de morir eternamente. Y lo haré hasta el fin de los tiempos con horror. ¿Qué puedo hacer para eludir las trampas de la muerte?

—La respuesta está en la Cruz, hijo mío. El ángel del bien te urge a abandonar tus ideas sobre la magia y a buscar la sabiduría en la Biblia.

—Sin duda, no me he explicado bien. Los delitos de Faustus no pueden ser perdonados. Podrá salvarse la serpiente que tentó a Eva, pero Faustus no.

—Confiad vuestra alma a Dios…

—Es demasiado tarde. El diablo me amenazaba con despedazarme si yo nombraba a Dios y con arrebatarme cuerpo y alma si prestaba oídos a la teología. Ya no hay nada que hacer. La casa del Señor me está vetada.

—¡Nunca es tarde! Maldice a Lucifer que te ha privado de la alegría de los cielos y corre a abrazar a Nuestro Señor Jesucristo.

El doctor Faustus se volvió a arrodillar. Besó los pies del papa Borgia. El Santo Padre se agachó y le puso en pie de nuevo.

— La salvación está en los Evangelios. Santiago, en su epístola, nos advierte. También nos aporta soluciones. «Someteos a Dios; resistid al diablo, y huirá de vosotros». Como veis, es fácil…

El doctor Faustus comenzó a llorar. El papa lo abrazó. Permanecieron así un buen rato. César Borgia, testigo involuntario de aquella escena, bajó la cabeza y aguantó en silencio aquella especie de espontanea expiación.

— «Acercaos a Dios, y Él se acercará a vosotros» —Alejandro VI, con los ojos cerrados y sin dejar de abrazar al doctor Faustus, continuó recitando la epístola de Santiago—: «Pecadores, limpiad las manos; y vosotros, los de doble ánimo, purificad vuestros corazones. Afligíos, y lamentad, y llorad. Vuestra risa se convierta en lloro, y vuestro gozo en tristeza. Humillaos delante del Señor, y Él os exaltará».

El papa Borgia abrió los ojos, cogió con sus manos el rostro del doctor Fausto y dijo:

—Lo único que tenéis que hacer es seguir sus huellas. Venid conmigo. Vamos a rezar. Intercederé por vos ante el Señor. Él, en su infinita sabiduría y bondad, conoce mejor que nadie lo que habéis hecho estos últimos días. Él sabe que probablemente habéis salvado a la cristiandad. Vamos, acompañadme…

Los dos salieron del patio del Palacio Apostólico. César Borgia suspiró hondamente. El doctor Faustus había empezado a rogar a Dios para que el castigo se redujese a mil años. O a cien mil años. Cualquier cosa mejor que la eternidad para que su alma pudiera ser salvada.

Sobre eternidades sabía poco César Borgia.

Al menos en aquel instante.

La cosa no iba a tardar en cambiar.

XLVIII. Donde las separaciones toman asiento

Los discursos habían terminado. Todos los asistentes salieron a un patio del Palacio Apostólico. Allí los Borgia les tenían preparado un pequeño refrigerio. La mayoría era consciente de que la aventura había terminado. Llegó el momento de las despedidas. El final estaba cerca, al igual que el ocaso del día. Como teatral reflejo, un inmenso sol rojo empezaba a esconderse en el horizonte.

            En una esquina del patio, César Borgia parlamentaba con el señor Maquiavelo. Los dos parecían afligidos. El Valentino no paraba de recordar a Diana de Urbino.

            —Nunca debí involucrarla en algo tan peligroso. Nos confundimos. Los dos creímos que un necio podía abrir más puertas que un sabio. Sin pensar en los peligros…

            —Ni Diana de Urbino ni messer Nicia estaban preparados. Fue una irresponsabilidad por nuestra parte. —Maquiavelo no había superado la muerte de Nicia. Al pobre anciano lo consideraba casi como un hijo. Y sentía que había empujado a su hijo al abismo.

            César Borgia abrazó a Maquiavelo. Sabía perfectamente todo el dolor que corría por aquel enjuto cuerpo. De las manos del florentino cayo un papel. El Valentino se agachó y lo recogió. Era el papel que contenía los nombres de todos los caídos en la batalla del castillo de sant’Angelo y que había leído el Santo Padre durante su discurso. A los nombres de Diana de Urbino y messer Nicia había que unir los de quince mujeres, entre criadas y prostitutas, además de un total de siete soldados: cuatro al entrar por el pasadizo en el carro de combate y tres más cuando consiguió acceder al castillo el ejército papal con Michelotto y Taddeo della Volpe al frente. Para entonces, ya apenas quedaban hombres de Kangmanchú en pie. Casi todos habían sido masacrados por la Liga Borgia.

            Todos los caídos fueron recordados por el papa Alejandro VI.

            Maquiavelo y César Borgia, con unos días ya por medio, no podían olvidar a messer Nicia y a Diana de Urbino.

            Escapando de aquella enojosa cuita, tan fuera de lugar en un momento de celebraciones como aquel, César Borgia se acercó a abrazar a su hermana Lucrecia. Parlamentaba ella animadamente con Luys Gallardo. Un poco alejados del resto. Fuera del patio. El Valentino sintió correr por su cuerpo algo parecido a los celos. El galante español sabía muy bien cómo tratar a las mujeres. César Borgia conocía a la perfección a ese tipo de hombres, quizá porque él manejaba como nadie las mañas de conquistador.

            —¿Qué hacéis aquí, tan alejados del resto? ¿Qué susurráis los dos a escondidas?

            —Luys me decía en este mismo momento que había compuesto para mí un madrigal. —Lucrecia parecía entusiasmada con el trovador español—. También me hablaba de las excelencias de su país, que en el fondo es el nuestro… ¿No es así, César?

            El Valentino carraspeó y farfulló unas palabras ininteligibles. Lo hizo antes de disculparse con Lucrecia y coger del brazo al galante aventurero.

            —¿Sabéis dónde está Leonor de Éboli? —A César Borgia no se le escapaba ningún detalle y conocía muy bien el brillo en los ojos de las mujeres enamoradas—. Hace horas que no la veo. Tendría que estar aquí. Con los demás.

            A vuestro lado. Solo le faltó decir eso. Se quedó con ganas, aunque el efecto fue el mismo. A Luys Gallardo no le hizo falta escuchar más. Desenrolló su encantadora sonrisa y se atusó su fino bigotillo.

            —Leonor ha partido. Me pidió que la disculparais. Deseaba embarcar cuanto antes para rescatar a su prometido de las garras del turco —dijo Luys Gallardo, mientras volvía a acercarse a Lucrecia Borgia sin parar de pensar en Leonor.

            El Valentino quedó un poco desconcertado.

            Y triste por no poderse despedir de la duquesa de Éboli.

            Ensimismado en el recuerdo de la aguerrida Leonor, César Borgia no se percató de la presencia de Boccadoro. Llegaba con sonrisa encendida y caballeresca apariencia. El Valentino le había dejado uno de sus mejores trajes. Era de terciopelo negro, aunque entre el acuchillado de la ropilla brillaba el rico amarillo de un jubón de tejido de oro. Unas altas botas negras y un cinturón de tisú de oro completaban el atavío. Traía de la mano a Paola Sforza de Santafior. Los dos eran la viva estampa de la felicidad. Madonna Paola podía ser perfectamente una de las mujeres más hermosas de Italia. La encarnación ideal de todas las perfecciones catalogadas por el señor Firenzuola en sus libros. Poseía un bello rostro oval, una exquisita palidez ebúrnea y unas delicadas facciones. Llevaba un vestido de anchas mangas confeccionado de terciopelo azul que hacía juego con sus luminosos ojos. Escondía a medias su pelo con una redecilla de oro y pedrería.

            —Veníamos a despedirnos. Paola y yo nos retiramos. Deseamos partir mañana a primera hora. —Boccadoro alargó la mano al Valentino y los dos tuvieron sus manos estrechadas durante un buen rato—. ¡Todavía no me puedo creer esto! ¡Decidme que es verdad! ¡Dadnos vuestra bendición!

            César Borgia abrió una amplia sonrisa y tranquilizó a los dos amantes. Por supuesto que cumpliría su promesa. A pesar de que los Borgia habían decidido que Paola fuese la esposa de Ignacio Borgia, un primo de César, el mismo Valentino había roto aquel bastardo compromiso. Además, le tenía preparada otra sorpresa a Boccadoro.

            —No sé qué más podéis regalarme. La mayor de las recompensas es juntar mi alma a la de madonna Paola. He hecho el voto, además, de no volver a ponerme el traje de bufón.

            —Por supuesto. El bufón Boccadoro se ha convertido en el poeta Lázaro Biancomonte. Un poeta de tal elevación de alma y riqueza de expresión que resistiría sin mengua la comparación con Boyardo e incluso con el mismo Virgilio.

            —Me abrumáis con vuestras palabras, Excelencia.

            —Te adelanto algo más, mi buen amigo. Prometo recopilar y editar tus poemas. Llevarán por título Le rime di Boccadoro.

            Boccadoro abrazó a César Borgia.

            El Valentino los vio marchar cogidos de la mano. Envidió su felicidad.

            No le dio tiempo, sin embargo, a expandirse en sentimentalismos baratos. Hasta él llegó corriendo madonna Aldonza. Estaba también muy hermosa. Reluciente de sedas y terciopelos. Y con un collar de perlas alrededor del cuello que le había regalado César Borgia. Le cogió del brazo y le sacó fuera del Palacio Apostólico.

            —¿Qué ocurre, mujer? —preguntó el Valentino.

            —¡Gargantúa parte! ¡Vamos a despedirle!

            En la misma puerta del palacio, Gargantúa ordenaba las carretas que le iban a acompañar. Iba vestido de azul y blanco, los colores de la librea familiar. El azul de las cosas celestiales y el blanco de la alegría, el placer, los regocijos, el solaz, las delicias, la delectación. Al ver llegar a la Lozana y al Valentino, se abalanzó sobre ellos y les apretó contra sí muy emocionado. Los dos, ella y él, parecían unos pequeños muñecos en los brazos del gigante. Cuando el Borgia pudo desembarazarse del largo abrazo de oso, no tardó en lanzar recriminatoria proclama:

            —¿Por qué marcháis a estas horas? ¡Está a punto de anochecer! ¡Esperad a mañana!

            Era absurda la recomendación. César Borgia lo sabía bien. Desde que puso a disposición de Gargantúa varios carromatos llenos de comida y bebida, el gigante no veía el momento de marchar y comenzar el banquete. A Gargantúa le acompañarían varios de sus hombres, encargados de dirigir la media docena de carretas y de escoltar el carro de dos ruedas del glotón gigante. La mitad de las carretas iban llenas de barriles del mejor vino de Italia, el de las vides de Orvieto. Pero, además, había barrilitos de vino de Chipre. Y de vinos del Tarantino, de Baccano, de Brunello, de Pulla, de Casteggio y barrilitos de dulce vino de Puglia. Las otras tres carretas llevaban lo que los cocineros del Palacio Apostólico le habían asado para el camino: 16 bueyes, 3 terneras, 32 becerros, 63 cabritos, 95 carneros, 300 lechones, 220 perdices, 700 becadas, 6000 pollos y otros tantos pichones, 1400 liebres, 307 avutardas y 1700 capones.

            César Borgia y madonna Aldonza le vieron marchar. Durante un tiempo mantuvieron la mano en alto en señal de despedida. Gargantúa ya poco caso les hacía pues había comenzado a dar buena cuenta de la comida y la bebida… Los dos sonrieron, emocionados, al presenciar, quizás por última vez, la infinita glotonería del gigante bonachón.

            —Se van, poco a poco, todos. —El Valentino, con el brazo por encima del hombro de madonna Aldonza, no paraba de mirar la estela de las carretas, ya más allá del puente dell’Angelo—. ¿Por qué no os quedáis en palacio? No me miréis así. Habéis demostrado que podéis dirigir a las criadas. En realidad, podéis hacer lo que os propongáis. Tenéis labia y osadía. Sois hermosa y habladera.

            —Es una atractiva propuesta. Os lo agradezco, Excelencia. Pero, no. Quiero rehacer mi vida. Fui una tonta entremetiéndome entre cortesanas en vez de entre romanas decentes. Por ello es difícil ahora entrar en casas honradas. Quiero en adelante mirar por mi honra. Yo siempre quise evitar cosas que hiciesen ofensa a Dios o a sus mandamientos…

            —Trabajar en el Palacio Apostólico puede ser un buen comienzo.

            —No. Tengo otros proyectos. —La Lozana desdobló una embaucadora sonrisa.

            —¿Qué tenéis pensado? ¿Qué sabéis hacer?

            —Sé hacer muchas cosas. —Madonna Aldonza sonrió, se levantó las faldas y llevó las manos del Borgia a sus muslos—. ¿Os dais cuenta del retruécano? ¿Por qué será que los muslos de una doncella están siempre fríos?

            César Borgia rio abiertamente.

            —Sois increíble. ¿Vais a ejercer, acaso, de comedianta?

            —Podría. He aprendido mucho con los señores Boccadoro y Luys Gallardo. Pero no. Sé hacer cosas mejor que vivir de fingidas apariencias, a pesar de la labia que, según vos, me acompaña. Ya os dije, cuando fuisteis a mi casa a reclutarme, que iba a abandonar mi oficio y a comenzar a vivir de mi honradez. Puedo, por ejemplo, vivir de curar el mal de ojo. O de cortar frenillos de bobos y no bobos. O arreglar inocencias perdidas. Hacer solimán y blanduras. Y afeites y cerillas. Y quitar cejas y afeitar novias. Conozco todos los afeites usados por las mujeres, sobre todo para blanquearse la piel. Aunque, en realidad, tengo otros planes… ¡Me gustaría poner un mesón!

            —¿Un mesón? ¿No me digáis que también sabéis cocinar?

            —Debo deciros que nadie guisa como yo. Aprendí en Córdoba con mi abuela. Ella me enseñó a hacer fideos, empanadillas, arroz entero, seco, graso, albondiguillas redondas. ¡Todo el mundo en Córdoba conocía mis albondiguillas! Aprendí con mi abuela a hacer hojuelas, prestiños, rosquillas, hojaldres… Y cazuelas de berenjenas, cazuela con su ajico y cominico y saborcico de vinagre. Y cabrito apedreado con limón ceutí. Y todo tipo de pescados…

            —Vale, vale, ¡me habéis convencido! De hecho, me han entrado unas ganas irrefrenables de comer. ¡Deseo ayudaros! Yo me encargaré de poneros el mejor mesón de Roma. Iremos a medias. Yo pongo el capital y vos el trabajo. ¿Estamos de acuerdo?

            La Lozana escupió la palma de su mano y estrechó la del Valentino.

            —Y si las cosas no salen bien —remató el Borgia—, recordad que siempre tendréis la puerta abierta en el Palacio Apostólico para trabajar en él.

            —¿Por qué tratáis tan bien a una pobre puta como yo?

            —Las criadas y las prostitutas han salvado el mundo. Algún día se sabrá. Y ha sido la Lozana quien ha dirigido a todas esas mujeres. Ellas han dado una lección a los grandes señores, a todos los condes, príncipes, marqueses y cardenales que huyeron nada más aterrizar en este mundo Kangmanchú.

            Madonna Aldonza abrazó a César Borgia. Parecía emocionada. Nunca, en su larga vida llena de penurias, se había sentido igual. Y los agradecimientos del Valentino no habían terminado.

            — Os debemos mucho. Su Santidad me ha confesado que vuestras historias, las que le contabais cada noche para elevarle el ánimo, le salvaron la vida. Me ha hablado de alguna de ellas. ¿De dónde las sacasteis?

            —Hay que creer lo que cree el corazón. Eso es lo único que nos puede salvar. —La Lozana acercó sus labios al rostro de César Borgia y le besó. Desplegó una amplia sonrisa y se marchó.

            Desde la misma puerta del Palacio Apostólico, el Valentino observó cómo se alejaba. La noche empezaba a caer sobre Roma. Durante un rato, admiró las caderas danzarinas de aquella mujer adentrándose en las callejuelas romanas. Cuando la perdió de vista y, justo segundos antes de darse la vuelta para regresar al interior del Palacio Apostólico, le pareció ver volar a un hombre. ¡Un hombre había dado un increíble salto! Un salto sobre los abismos que se abrían a las calles. Un hombre encapuchado con una capa roja acababa de saltar desde el tejado y aterrizar en cuclillas sobre el suelo antes de echar a correr con la velocidad de una pantera…

            César Borgia sonrió.

            Una inmensa luna llena iluminaba, en aquel preciso instante, la Ciudad Eterna.

XLVII. En que Luys Gallardo se despide de Leonor de Éboli

La Ciudad Eterna regresó a la luz y, durante tres días, se convirtió en el centro de los mayores fastos y celebraciones nunca vistos. Se sucedieron mascaradas, desfiles y espectáculos de todo tipo. Miles de personas se acercaron desde todos los puntos de la península y los romanos que habían huido volvieron a sus casas. Roma volvía a ser la Babilonia italiana. Como en el carnaval o como en el año del Jubileo, Roma era una fiesta. Regresaron los libreros y los cartoneros a via Latta, junto a la iglesia de San Marcello. Regresaron las putas al barrio de Trevi. Regresaron los charlatanes y sacamuelas al Campo de las Flores. Desfiles y fiestas llenaron el puente dell’Angelo, el pórtico de Ottavia, la via della Misericordia, la plaza Montanara, la via Flaminia, la plaza de los Miracoli y, muy especialmente, la via Alejandrina[1]. Las procesiones de máscaras abandonaron la estrechez de la plaza del Capitolio y muchas de ellas llegaron a los muelles cercanos a Sant’Angelo a bordo de barcos. Otras recorrieron las siete colinas de la Ciudad Eterna. El espectáculo de hogueras y horcas se había interrumpido, pero el pueblo tenía otras muchas distracciones. Todos, incluidos los más pobres, se acercaban a las tabernas a gastar unos centavos en vino…

            Roma había resucitado.

            Ya no se escuchaban a todas horas los coros infernales, sustituidos por fanfarrias de todo tipo y por los gritos de sempiterna alegría de los romanos y las romanas.

            El último día de aquellos programados fastos tenía lugar una muy especial recepción en la Biblioteca Vaticana. Allí estaban invitadas las máximas autoridades, incluidos los nobles y cardenales que habían huido de Roma nada más instalarse las huestes de Kangmanchú en el castillo de Sant’Angelo. La intención de los Borgia era homenajear a los valientes que habían conseguido expulsar al invasor y vencer a su ejército. Junto a duques y príncipes estaban todas las prostitutas y criadas reclutadas por madonna Aldonza. Las últimas en lugar preeminente respecto a los primeros. César Borgia deseaba dar una lección a todos aquellos que, en los peores momentos, habían abandonado el barco como ratas. El Valentino, convertido en todo un héroe popular, estaba decidido a luchar como nunca por su sueño de unificar Italia bajo el reinado de la casa Borgia. De todo ello estaba hablando en ese mismo momento Alejandro VI:

            —Con la invasión de Italia hemos comprendido, ahora más que nunca, que solo nos puede salvar la unidad. Durante demasiado tiempo los ducados italianos han estado luchando entre sí, en vez de hacer un frente común contra nuestros poderosos enemigos. En lugar de compartir nuestros comunes intereses, libramos guerras que nos debilitan y que facilitan el dominio de España y de Francia. Llevamos mucho tiempo luchando contra enemigos que deberían ser nuestros aliados. Nos decimos: ¡ya es suficiente!

            Rodrigo Borgia había recuperado milagrosamente la salud. Volvía a tener una figura majestuosa, un aire solemne, un tono de voz imponente y unos penetrantes ojos negros, tan acariciadores como irreductibles. Como buen hijo del Mediterráneo, había en su puesta en escena un toque teatral que transmitía una especial emoción y credibilidad en todo lo que decía. Había reunido a unas doscientas personas en la Biblioteca Vaticana[2], acondicionando la imponente sala para aquel acto. El suelo tapizado de alfombras bizantinas. Tapicerías de Arras y paños de tisú de oro colgando de sus paredes. Y en la espaciosa sala, de alto techo y hermosamente adornada con cuadros de Mantegna y Botticelli, estanterías acumulando volúmenes y códices de incalculable valor.

            —Haremos que el verdadero reino de Dios aquí en la Tierra se llame Italia. —César Borgia besó el anillo papal y tomó la palabra—. ¡Somos Borgia! ¡Ahora y por la eternidad!

            El Valentino vestía, como era habitual en él, de forma exquisita. Todo de negro, con un jubón bordado en arabescos de hilo de oro. Un jubón tan finamente trabajado que parecía llevar una armadura damasquinada. Era alto y poderoso. Sabía que la gente lo adoraba. Había salvado a Roma, y probablemente al mundo, de la destrucción. Ahora más que nunca estaba dispuesto a embarcarse en la sagrada misión de su vida: el reunir en un poderoso Estado aquellas diminutas tiranías de la Romaña y del resto de Italia. Durante un buen rato insistió en lo mismo, no eludiendo en ningún momento la familia que iba a estar detrás de ese milagro. Y él sería el encargado de elevar a la familia Borgia a los cielos.

            Cuando terminó de hablar, abrazó a su hermana Lucrecia, que había regresado a Roma aquella misma mañana. Lucrecia Borgia lucía esplendorosa, convirtiéndose en la auténtica diosa de la reunión. Tenía la piel blanca, casi traslúcida. El rostro alargado, los labios carnosos, los dientes blanquísimos, los ojos del color del Mediterráneo. Llevaba un espléndido vestido blanco, bordado en oro, con las mangas abiertas y un audaz escote, además de varios brazaletes en las muñecas y un enorme collar de perlas. Todo el mundo en la Biblioteca Vaticana hablaba y no paraba de su dulce sonrisa y de su excelsa hermosura.

            El papa Alejandro VI abrazó a sus hijos y retomó la palabra con el fin de recordar a todos los que habían sacrificado su vida para salvar a la cristiandad del peligro de Kangmanchú. Dedicó unas palabras a todos ellos, pero individualizó el recuerdo y el agradecimiento en la figura de Diana de Urbino, de la que tan bien le había hablado su hijo y madonna Aldonza.

            —Todos presumían que Diana era una mujer simple en sus acciones. Eso sirvió para que nuestros enemigos bajaran la guardia y se consagraran a darle más aplausos que respeto. La bella Diana, tanto tiempo en silencio, supo desatar con la mayor de las furias su divino entendimiento. La conocí el día antes de su muerte. Ella misma me recitó unos versos esa noche que han quedado grabados a fuego en mi cerebro. —El papa Borgia levantó la mano señalando al cielo y bramó con su abaritonada voz—. El brío nace en las almas; la ejecución, en los pechos; lo gallardo, en el valor; lo altivo, en los pensamientos; lo animoso, en la esperanza; lo alentado, en el deseo; lo bravo, en el corazón; lo valiente, en el despecho; lo cortés, en la prudencia; lo arrojado, en el desprecio; lo generoso, en la sangre; lo amoroso, en el empleo; lo temerario, en la causa; lo apacible, en el despejo; lo piadoso, en el amor, y lo terrible, en los celos…

            Mientras Rodrigo Borgia continuaba con el recuerdo a Diana de Urbino y a todos los que habían contribuido a expulsar del siglo XVI a Kangmanchú, dos de los que más habían contribuido a ello salieron de la Biblioteca Vaticana y se alejaron de la solemne ceremonia.

Leonor de Éboli lucía un hermoso vestido verde esmeralda. Sus largos cabellos, de un color cobrizo encendido, estaban recogidos con un pañuelo esmeralda que dejaba libres los rizos sobre la blanquísima frente. Sus bellísimos ojos negros, casi siempre brillantes y jaraneros, despedían, empero, un hálito de tristeza. La conversación que había tenido ese mismo día con Luys Gallardo no había resultado especialmente esperanzadora para ella. Ahora, medio escondidos en una sala cercana a la Biblioteca Vaticana, los dos proseguían con una conversación que tenía aromas de despedida.

—Tengo miedo de las consecuencias de tus afectos —le susurraba al oído el trovador español.

—No te entiendo. —Leonor se sentó en la repisa de una ventana y dejó escapar sus negros ojos al exterior.

—Tal vez te estén confundiendo tus sentimientos y todo lo que hemos vivido estos últimos días.

—El corazón de una mujer, cuando ama, no se equivoca jamás. —Leonor miró al galante aventurero y desplegó una sonrisa triste

—A ese punto deseaba llegar yo. A nosotros no nos está permitido dejarnos arrastrar por la pasión, Leonor. La pasión siempre saca lo peor y nos conduce a la tragedia.

—Me has destrozado el corazón luego de inflamarlo con tu mirada. —Leonor clavó sus ojos negros en los negros ojos de Luys Gallardo.

—Un hombre no debe servir a un amo tan tirano como el amor. El amor no es más que un espejismo en el cual los hombres hallan su pérdida. Yo estoy enamorado del amor. De ninguna mujer. De todas ellas. Cualquier Eva es mi dama por la que lucho.

            —Te jactas de tu arrogancia sin servilismo. Ni amos ni damas a las que atarse.

            —Leonor de Éboli no es una mujer normal. Tú eres el capitán Tormenta. Tú no has nacido para los dulces vértigos del amor. Ese camino solo te conducirá por un lodazal de decepciones.

            —No me conoces. En cambio, yo creo conocerte bien. Todas te sonríen, dispuestas a dejarse convencer por tu desenfado de vagabundo juglar. Eso es lo que esperas de todas ellas y lo que para ti es acicate. Verlas fundirse como la nieve bajo el sol. Y partir en busca de más nieve. Ten cuidado, trovador: habrá día o aciaga noche en que la nieve gélida te hiele el alma… Quizás dejes de ser entonces el que crees que eres. ¿Sabes, de hecho, quién eres?

—Mil veces te he dicho que Luys soy y Gallardo me creo. Solo estoy enamorado de Eva y de ninguna requiero amor. Siempre te lo he dicho. Yo no te he engañado.

—Tú lo que quieres es morir joven y heroicamente. Y que, por el camino, suspiren por ti todas las damas.

—Mi espíritu preso está en el logro de un ideal, cuya plasmación física aún no he hallado. —Luys Gallardo nada tenía de melancólico ni de propensión a ermitaño, pero le dolía ver así a Leonor.

—No has entendido nada, mi espada es tan poderosa como la tuya. Y mi orgullo también. Ese es el secreto. El hombre cree conquistarnos y se esclaviza cuanto más sumisas somos en los adecuados instantes. Es puro talento adquirido el saber administrar las sumisiones. —Leonor se había repuesto. Al menos, aparentemente. Ella sabía mejor que nadie que debía ser digna de su nombre. El capitán Tormenta, hombre o mujer, no podía mostrar debilidad.

—Esta es la Leonor que admiro. —Luys Gallardo acarició la mejilla de Leonor.

—Me presto a combatir a los enemigos de la República de Venecia y del León de San Marcos. Volveré a ser el capitán Tormenta. Tengo una misión.

            —Me parece muy buena idea el luchar por tu amor. Pero tampoco creas que puede ser el definitivo. La vida a veces te sorprende. Acudes a luchar contra el turco, pero quizás acabes enamorada de un hijo de la media luna…

            —Leonor no traicionaría al hombre que la amó primero.

—Has estado a punto de hacerlo…

            —No van a ser los ojos de Luys Gallardo los que me obliguen a olvidar a Le Hussière.

            —No obstante, —el trovador se llevó las manos a la cabeza y cerró los ojos como si estuviese mirando dentro de una bola de cristal—, veo interponerse en tu camino a un hombre que no es el vizconde. Un león quizá te esté esperando. ¿Qué mejor para una tigresa?

            —Estrechad la mano que os ofrece el Capitán Tormenta. —Leonor de Éboli se levantó con los ojos despidiendo llamas.

            —Adiós, Leonor, mas no para siempre. Confío en que algún día, antes de regresar a mi país, volvamos a vernos. —Luys Gallardo desdobló una amplia sonrisa y acarició, más que estrechó, la mano de Leonor.

            Ella se marchó decidida a ponerse el traje de capitán Tormenta y huir de Roma. Sabía lo que tenía que hacer. Embarcaría cuanto antes. Y, entonces, el mar ya solo sería magia entre Luys Gallardo y ella. Ya no habrá sino recuerdos. Comenzar el sueño de las distancias. Y olvidar la luz de los labios.


[1] La via Alessandrina fue comisionada por Alejandro VI para el Jubileo del año 1500. El papa Borgia hizo agrandar la antigua via Recta en el tramo que cruzaba Borgo convirtiéndola en una espectacular avenida de cuatro vías de ancho que dio aire y luz a la vieja ciudad en torno al Vaticano.

[2] La Biblioteca Vaticana poseía más de cuatro mil manuscritos, lo que la convertía en la mayor del mundo occidental.